miércoles, noviembre 22, 2006

Hay vida antes de la muerte

HAY VIDA ANTES DE LA MUERTE
Sal Térrea. Revista de Teología Pastoral. Noviembre 2000

El título que sugiere amablemente la revista bien pudiera parecer una aparente obviedad, una tautología. Sin embargo, representa toda una invitación a reflexionar sobre el sentido de la vida desde la vida misma. Algo así como un ejercicio arriesgado de mirar “desde la otra orilla” este lado de la vida. Una especie de canto a la vida prescindiendo, en principio, de la respuesta que se dé al enigma de la muerte. Con todo, nos será difícil hacer caso omiso de una evidencia palmaria: la muerte forma parte indisoluble de la vida. Cada día apuntamos una cruz en el marcador de ésta y, cada día, al tiempo, inexorablemente, se lo sumamos al haber de la cada vez más cercana “hermana muerte”. Somos los únicos seres vivos que sabemos que tenemos que morir, que la muerte es inexorable, y esto mismo es un indicador de humanidad. Pero, ¿qué podrá medir el sentido de la vida desde la muerte? No, desde luego, el siempre cicatero lapso de tiempo que transcurre desde que nacemos hasta que se extingue nuestra vida, absolutamente despreciable en el macrotiempo del cosmos y aún de la historia.
Procuraremos aproximarnos a una respuesta, intentando recorrer el mayor trecho posible con el no creyente, capaz también de ofertar un sentido nada trivial a su existencia. A pesar de las limitaciones, tal vez este ejercicio de despojamiento de verdades ayude a no espiritualizar vanamente el lenguaje, a no secuestrar aquello que la vida tiene de dramática ambigüedad, de inquietante perplejidad, de irresoluble duda y de trágico fracaso para demasiados. Quizá sólo así, despojados de verdades, podamos acercarnos más a la Verdad, desasidos de falsas seguridades, os aproximaremos más al Misterio que trasciende nuestras pobres respuestas y, precisamente, por cargados de inquietantes preguntas y alejados de toda forma de ataraxia, podremos anhelar, con tanta pasión como relativización de las propias provisorias conclusiones, su contestación definitiva.

“Que nos quiten lo bailao”
Cuando se nos mueren chavaletes cercanos, por el Sida, las sobredosis o la desatención carcelaria, almas compasivas y bien-pensantes se nos acercan y, con cierta lástima –por nosotros, no por el muerto, como sería el caso-, susurran: “pobrecillos, tanto esfuerzo y al final esto...¡tanto fracaso!... no merece la pena...”. La respuesta herida, espontánea, fulminante y directa es la que encabeza estas líneas.
En una de esas ocasiones difíciles –se había ahorcado un zagal con problemas con las drogas de poco más de 20 años-, andaba dando vueltas y más vueltas a las emociones y a las sinrazones que se agolpan para iluminar en el funeral un trance tan poco explicable, tan parco en argumentos creíbles. Para complicar las cosas, al dolor de su madre, viuda, aún joven, pero desgastada por varios de años de lucha sin éxito, se unía la más que previsible asistencia de la muchachada, poco dada al moralismo o a los grandes principios abstractos. Áquella vivía, seguro, en su interior, lo que supo expresar tan bien Lamartine en parecida ocasión: “uno sólo desaparece y el mundo entero parece vacío”. Éstos, amigos del finado, venían arrastrando sus propias cruces y veían en el muerto un triste presagio de la maldita suerte que podía presentárseles al doblar cualquier esquina.
Sin tener bien perfiladas las ideas, finalizadas las lecturas, me dirigí a la madre: “Mariola, ¿qué le podremos decir al buen Dios después de tanto dolor y de tanta lucha?, ¿qué querrá decirnos Él, esta tarde?”. Tras un instante de silencioso pudor, espeté: “Que nos quiten lo bailao”. Su asentimiento y el asomo de una tímida sonrisa confirmaron el acierto de la expresión. La mujer, con otros tres hijos a cuestas, había visitado innumerables comisarías, había intentado rescatar a su hijo con toda suerte de tratamientos y había sufrido las tropelías a que nos malacostumbran los mozalbetes cuando yerran el camino: todo un rosario de intentonas frenéticas por detener una caída imparable al abismo. Con todo, no parecía arrepentirse de ninguno de sus titánicos esfuerzos por alcanzar algo que una muerte dolorosamente intempestiva parecía desdecir.
En efecto, “que nos quiten lo bailao” era la respuesta sucesiva a las dos preguntas planteadas a la madre. Con ella, estaba apuntando a que, por más que la mala muerte se empeñara en lo contrario, la vida adquiere sentido desde la lucha por intentar gobernarla, la porfía por dignificarla, el empeño por lograr la felicidad no sólo para sí –a modo de auto-realización solipsista-, sino, sobre todo, para el otro. A la postre, lo que cuenta no son los logros, ni el cómputo de éxitos siempre fugaces. Lo que dignifica son las intentonas. Ni siquiera canoniza la ausencia de caídas, sino el esfuerzo en recomponer la figura y volver a levantarse. Lo que permite llevar la cabeza mínimamente alzada no es el logro efímero de unos objetivos, la efectividad de unos resultados mal contados, sino el paso firme del caminante y su empeño voluntarioso en avanzar inquebrantable hacia la meta. Sin duda, ésta orienta al camino y al caminante, pero, bien mirado, nada significa sin ambos.
En efecto, la pregunta última por la meta, sólo cobra sentido en la medida en que lo adquieren los cuestionamientos acerca del camino y la suerte de los que por él transitan. Respondidos éstos –en el sentido de responsabilizado cada cual de éstos-, áquella aparecerá bien orientada, cualesquiera que fueren los matices que la respuesta, siempre incompleta, adquiera. Que el camino merece la pena por sí mismo, es algo que nos recuerdan de modo creíble, transeúntes de la vida no creyentes, profundamente comprometidos e ilusionados con ella. Que el modo de afrontar el camino y la relación con los caminantes predetermina las actitudes vitales más que la configuración mental de la meta, es una evidencia que se impone cuando nos descubrimos caminando gozosos con compañeros de peregrinaje con otra fe diferente, pero apasionados por dejarlo mejor que lo encontraron y comprensivos con quienes “tropiezan, se cansan y retroceden”. Por el contrario, desde imaginarios de la meta más aproximados, pero con ocupaciones y pre-ocupaciones más diversas en el camino, surgen, a veces, más serias divergencias.
En definitiva, lo que queremos expresar es que la felicidad, a modo existencial, es posible cuando, al margen de las metas, se cubren etapas con sentido, si pronunciadas en primera persona de plural. Éste tiene matriz comunitaria, como los cumpleaños –sólo existen, si los celebramos con otros. Naturalmente, el paladeo de este sentido, no es incompatible con amargos sorbos de hiel. Pero sólo una vida bailada con otros, al són acompasado de la entrega y la lucha compartida, es capaz de superar el miedo paralizante a la extinción definitiva y a su suerte de anticipo en un cuerpo que inevitablemente se aja y reseca por más desesperados intentos de lifting y gym fitness que realice.

“Somos lo que nos han querido”
Si algo es capaz de dar sentido a la existencia humana, téngase la cosmovisión que se tenga, esto es la fuerza del amor. Tanto que, en verdad, “quien no ama permanece en la muerte”(1 Jn.3,14). En definitiva, vivir es llenar la propia existencia de rostros, de gestos, de ternura, de pequeños detalles, de hechos discretos pero sublimes, de hacer realidad, en suma, aquella súplica de Casaldáliga “Cuando me presente ante ti; Padre, quiero llegarme con las manos vacías y el corazón lleno de nombres”. Y es que, en definitiva, no sólo existimos por amor, somos por amor. De ahí que propiamente podamos afirmar que somos lo que nos han querido.
Decía un ilustre agnóstico que ciertamente hay vida antes de la muerte si, y sólo si, vivimos instalados en la finitud. Pero convendremos con el Viejo Profesor, que sólo cabe tal asentamiento en lo finito si vamos dotados de una mínima impedimenta de cariño, aceptación, reconocimiento y capacidad de soportar las frustraciones del vivir cada día. Sólo desde ahí se puede hacer frente a la prometeíca tarea de dar sentido a muchas cosas que parecen no tenerlo. En ausencia de experiencias de cariño, y desde este presupuesto, se entenderán las escasas posibilidades de dotar de sentido a su vida a personas como Francisco que afirma “no haberse sentido querido por nadie jamás”, después de sucesivos abandonos de madre biológica y padres adoptivos o de Juan Pedro, con nulas posibilidades de salir en libertad hasta el 2045, y eso sin tener delitos de sangre. Sin un mínimo de cariño acumulado, sin posibilidad de modificar el entorno -y modificarse-, resulta difícil encontrar sentido a la propia existencia en un tal contexto de desespero, nulas expectativas y continuas invitaciones a la autodestrucción.
En definitiva, nuestra identidad, y con ella el sentido de nuestra vida, viene condicionado por el amor que hemos recibido y el que somos capaces de dar. Somos los pedazos de cariño y ternura que han dejado marcas indelebles en nosotros: los de nuestra familia, los de los maestros recordados y los olvidados, los de los amigos... todo lo que va dejando mella en nuestra existencia y la va configurando, porque la tierra se va haciendo firme y valoramos aquello que pisamos cuando vamos pertrechados de amor. Paradójicamente, también somos los amores que vamos dejando en el camino. Así, la vida es un continuo ir diciendo hola y adiós, una continua apertura a la novedad y un ir reformulando duelos y despedidas por lo que de nosotros va quedando en la realidad y, sobre todo, en los demás. De alguna forma, éstos resucitan en nosotros, se perpetúan en nosotros, y nosotros perduramos en los demás y en lo que, de nuestro, queda en otros. Así, desde los amores dados y recibidos –o sus carencias y traumas- se construye nuestra identidad, nuestras consistencias comportamentales y nuestra interpretación y vivencia del mundo. Una vez más, se cumple la máxima evangélica: “allí donde está tu tesoro está tu corazón”.
Finalmente, tampoco debemos olvidar que el ser humano no es sólo un ser de necesidades, sino también de posibilidades. De ahí que la posibilidad de amor futuro, la eventualidad de lo no sucedido, pero aún posible, constituya otra fuente de contenidos de honda significación, incluso para aquellos que presentan serios déficits amorosos.
Otra madre lo expresa mucho mejor en una carta que autoriza a reproducir:
“El inexplicable dolor por la pérdida de un hijo no debe hacernos perder que el mundo esta totalmente repleto de seres humanos que necesitamos y nos necesitan, y que ese dolor, como dolor líquido que nos recorre, será más llevadero si somos capaces de trascender nuestra individualidad. La ausencia permanecerá siempre y para siempre, pero desde el conocimiento y asunción de nuestro dolor seremos capaces de acercarnos y ayudar el dolor del otro...”
M.D.R.
Quizá brote esa compasión solidaria, de un sentimiento profundo de agradecimiento a lo vivido, aunque haya sido efímero, aunque haya sabido a poco y quede el regusto amargo de una dicha pasajera. Y es que, en efecto, el agradecimiento como actitud vital facilita no sólo la búsqueda sino el encuentro de sentido mismo. Nos sabemos debidos a otros, no sólo porque portemos un código genético que nos es dado, sino porque vivimos gracias al médico, al dependiente, al técnico de ordenadores, al fontanero... Abrir el grifo, encender la luz son pequeños milagros siempre debidos a otros... Sólo alguien capaz de saberse debido será capaz de generosidad hasta el final, de amar sin fronteras... Por eso, la ingratitud, en decir de San Ignacio, “es cosa de las más indignas y abominables”.
Así las cosas, resulta que el otro, deja de ser un infierno, para constituirse en condición necesaria para vivir bajo el paraguas de un disfrute salutífero, siquiera inmanente, de sentido existencial antes de la muerte.

Violentando la “ley natural”
Estamos convencidos que sólo se encuentran razones últimas para vivir cuando hemos encontrado razones importantes por las que morir, motivos últimos por los que merezca la pena arriesgar la vida. Sólo así, ésta deja de ser una sucesión diletante de instantes, siempre pasajeros, para rellenarse de espesa intensidad. Quizá sea esta una de las heridas de nuestro momento. Ayunos de razones por las que dar la vida, no acabamos de encontrar sus razones. Se vuelve tediosa y aburrida. Si la muerte en sí no es sino una forma de silencio, la más absoluta, no es de extrañar que, ajenos a profundidades, nuestros contemporáneos tengan pavor a cualquier forma de silencio y de encuentro con uno mismo. En el fondo, late un miedo profundo a bucear dentro de sí, a encontrarse con las ultimidades, o al menos, con las preguntas acerca de ellas. De ahí, tanto pavor al aburrimiento. Éste no es sino una forma de compañía, gravosa si se quiere, con uno mismo. Para ilustrar una forma torpe de abandonar esa compañía y quedar, al final, en la soledad más absoluta, no me resisto a reproducir un trocito de un curioso testimonio, recogido de una macrofiesta juvenil de música “bakalao”:
“Un par de horas más tarde, acostumbrados por completo al ruido y cogido sin mucha dificultad el truquillo al baile –pumba, pumba, dale, dale...-, empezamos a ver gente "mareada". Bastantes con la cara acartonada, ojos de búho y moviéndose de modo desgarbado... Otros cuantos, recostados por las gradas con cara de no muy buen cuerpo. Algunos empezaron a bailar, portando cartulinas, a modo de anuncios humanos con carteles “revolucionarios”: “Toma que dale” (sic), “Buen rollo”, “Maradona: estamos contigo” y algunos otros ilegibles. Por supuesto, nadie se molestaba en leerlos, ni el que los portaba parecía mostrar la más mínima incomodidad por ello. ¿Sería un intento desesperado de comunicar “algo”? Para sorpresa nuestra, al poco, empezaron a multiplicarse los chupetes. Si, ha leído el lector bien, chupetes. Según nuestros “expertos asesores” se trataba de evitar la desagradable falta de control sobre la mandíbula inferior producida por la ausencia de tono de los músculos maxilares debida a las anfetaminas”.
(Rev. Crítica, sep-octubre 2000)
Los cachorros de nuestra especie, fieles herederos de lo peor de sus papás, carentes de razones por las que dar la vida, la preservan con mimo egoísta (nunca tantos gimnasios, tanto cultivo narcisista de la apariencia). Superficialmente sociales, no soportan la soledad, pero tampoco la comunicación en serio. Intuyen que la vida se les escapa con la misma prisa que la juventud y tratan, compulsivamente, de exprimir el tiempo, su tiempo, el de la noche, de jueves a domingo, para desembocar, hechos polvo, en el tedioso lunes de los adultos. Rodeados de tecnología punta pero vacíos de sentido. A pesar de estar tantos, tan juntos, se sienten más profundamente solos y huérfanos que nunca.
Nuestros contemporáneos urbanitas, jóvenes y adultos, inundados de ofertas publicitarias se muestran incapaces de hacerse con el sentido de la existencia. Claro, éste tampoco se da gratis. Se adquiere contra la ley natural: la que procura la propia supervivencia por encima de todo, la que genera que el pez grande se coma al chico, la que, generación tras generación, asegura una suerte de selección, también “natural”, en la que los individuos más débiles son los que desaparecen y los más dotados los que se reproducen y se perpetúan en la siguiente generación. Por eso, sólo una apuesta por los excluidos y por los vencidos de la historia será capaz de dotar de sentido a ésta., sólo un posicionamiento valiente y descarado por los últimos, capaz de quebrantar la ley natural de la selección y sustituirla por la de la dignificación y la defensa rabiosa de los más vulnerables, tendrá capacidad para insuflar de contenidos éticos una realidad tan carente de horizontes como las elocuentes pancartas que portaban nuestros jóvenes “bakalas”.
Todo ello reclama, entre otras muchas cosas, el pago de la duda, pasar por el peaje de la critica, la propia y la ajena, el ejercicio de la compasión, la práctica de la ciudadanía y la participación democrática. En definitiva, arriesgar –¿no conlleva cierta forma de fe toda apuesta arriesgada?- y romper la ley natural de la autoprotección, de la supervivencia personal a toda costa. Hay cosas que objetivamente merecen la pena, causas que reclaman atención y son valiosas en sí mismas. Lo mismo se diga de sacar del armario palabras como esfuerzo, disciplina, sacrificio, mortificación –¿o no es la vida un ir muriendo a cosas para renacer en otras mejores?- imprescindibles en el diccionario de cualquier peregrino de la vida que quiera ser algo más que dominguero. Del mismo modo, habrá que combatir la tendencia natural al olvido y rescatar la memoria histórica, preservar del adormecimiento colectivo y recuperar la vigilia y la capacidad de soñar, romper “la malicia de la historia”, lo que ésta tiene de injusto, y acoger lo que tiene de provocativa y apeladora.
Por último, no dejaremos de observar que, paradójicamente, mientras se producía el olvido de lo religioso, de modo simultáneo, se ha ido generando un pretencioso sentimiento de inmortalidad en los humanos. Qué duda cabe que vivimos como si fuéramos inmortales. Alejados de Dios, vivimos una suerte de autotrascendencia omnipotente que pronto encontrará inequívocas razones para desandar tan peligroso camino, denunciado ya desde las primeras páginas del Génesis. Quizá en el camino de vuelta podamos abrirnos humildemente más al misterio que a lo misterioso, más al sentido que a lo sensiblero.

Cuando emerge el quién desaparece el porqué
La búsqueda del sentido de la vida es una suerte de continuo ejercicio de interrogatorio solipsista, una afanosa búsqueda de porqués dadores de sentido, un camino, a veces torturante y tormentoso, tras un significado capaz de llenar de contenido la experiencia vital. La respuesta a esa infatigable búsqueda no viene dada tanto por una respuesta, como por la aparición de un quién. En efecto, sólo se diluyen las preguntas sin respuesta cuando aparecen las razones liberadoras. Encontradas éstas, las preguntas van quedando sin eco interior. Estas razones liberadoras, que vienen de la mano de un sujeto, un quien, son capaces de provocar una adhesión incondicionada e incondicional a una causa capaz de llenar de sentido la vida de la persona. Estas opciones liberadoras pueden surgir desde unos quiénes concretos inmanentes –p.e. descubrir al culpable de la “desaparición” forzada de un hijo, luchar para que otros no caigan en la droga etc.- En todo caso, remite la pregunta y aparece dulcemente el sentido cuando se produce el descentramiento de un yo autista y se da lugar al diálogo con otros. El paso siguiente viene dado. Lo decía Nietzsche: “cuando se tiene en la vida un porqué, se vive sin dificultad el cómo”.
Cuando el otro empieza a importar tanto como la propia vida, el ser humano ha descubierto, casi sin darse cuenta, no poco de su sentido. Se ha dado de bruces con auténticas razones liberadoras. Por eso es tan difícil que una cultura tan narcisista como la nuestra –tan centrada en el yo que condena al otro diferente- sea capaz de encontrar sentido a la existencia. Sólo en la medida en que dé paso al otro concreto, desde el encuentro personalizador, el descentramiento, la apertura disponible a abrazar “causas”, podrá poner límite a la cascada de porqués que brota en cualquier ser humano. Sólo en la medida que me sienta responsable de la suerte de mi hermano encontraré mi propio camino
En definitiva, sólo la fe, en sentido lato, es capaz de sacar al ser humano de la encerrona en que le introducen preguntas sin respuesta desde sí mismo. Fe, es la adhesión inquebrantable a un Quién, o a unos quiénes, o a los dos juntos, en una causa por la que se empeña la vida. Ayunos de causas por las que dar la vida, no es lo “light” el terreno más fértil para el cultivo de la fe, ni de ningún pensamiento fuerte. No es casual que hayamos trasmutado las causas por las ONGs, la militancia por el voluntariado, la razón por la emoción, la ética por la estética, la fe por el ritualismo y la norma.
Ayudaría no poco al retorno de lo serio, el cultivo del maravillamiento y la disidencia. La capacidad de dejarse sorprender, de admirarse y contemplar -o sea, de mirar en profundidad, más allá, de “cerrar los ojos para ver mejor” (Martí), “la responsabilidad de tener ojos cuando otros los han perdido” (Saramago). El lugar del maravillamiento no es sólo la naturaleza. El ser humano es también historia y recreación. El sentido debe ser buscado con actitud de ingenua admiración en el bullicio del mercado, en la parada del autobús, en las colas de espera del médico de la seguridad social y en las del desempleo y, sobre todo, en el empeño dignificante de los que se empeñan en decir “no” y mantener una pugna insobornable contra lo injusto, lo indigno y lo inhumano, por pequeño que fuere. Ya sabemos que, a la postre, “quien es fiel en lo poco, lo será en lo mucho”.

“Por dignidad, comadre, por dignidad...”
Al final de la película “La estrategia del caracol”, el vapuleado abogado acaba contestando de este modo a una anciana, interpelada por el renovado coraje de un singular defensor de causas perdidas, tras los reiterados fracasos de éste por defender frente al poder a unos pobres vecinos desahuciados
Si el tiempo es la sustancia de que estamos hechos, esa sustancia sólo se hace vida significativa no sólo cuando se vive pletórica de amores dados y de afectos recibidos, sino, sobre todo, cuando deja hueco a esa sólida mansión de la dignidad humana que es la coherencia. Nos referimos a esa inevitable –no porque no se pueda evitar, sino porque no se debe eludir- tensión entre aquello que somos y lo que estamos llamados a ser, entre lo que hacemos u omitimos y lo que éticamente estamos compelidos a realizar, entre lo que debiéramos gritar y lo que cobardemente silenciamos. Esa morada profunda de la dignidad es la coherencia. Es el soporte básico de la felicidad más honrada, del sentido más profundamente dignificante del propio vivir. No sólo es compatible con el llanto, el fracaso, la incomprensión o la burla sino que, muy probablemente, los exigen como marchamo de autenticidad. Aunque reside en el hondón más profundo del alma humana, no forma su juicio sólo desde sí, sino que está en continuo diálogo-interpelación con el entorno. No es autista o intemporal, sino dialógica, relacional e incluso comunitaria. Es la que permite construir el presente perpetuo de aquella dignidad que se conquista –no la que viene en el lote por nacer humanos-, de la que uno se hace acreedor porque otros –sobre todo los más otros- restañan. Sólo los caídos al borde del camino, los ignominiosamente expulsados de sus rápidas autovías, tienen capacidad para devolver esa dignidad perdida a tanto precipitado conductor encapsulado.
Ninguna maldad humana puede sernos ajena. Supone un salivazo de indignidad a nuestro intento de construirla desde la coherencia. Si bien la muerte es personalísima e intransferible, no todas las muertes son iguales. La muerte rodeada de afecto y cercanía, en compañía es el tránsito más deseable a una vida vivida en idéntica dirección. Por eso hasta la muerte deseable es, de algún modo, comunitaria. Pero hay formas miserables de morir que patentizan formas indignas de vivir. ¿De qué habla, si no, la muerte en un W.C de un adolescente con un arpón letal en el antebrazo? ¿o la de la abuelilla, a la que sólo el pútrido olor de semanas delata como ausente? Ambas reclaman del resto de los humanos, como condición para sostener la propia tambaleante dignidad, compasión para ponernos efectivamente en el lugar del otro y santa indignación para sublevarnos afectivamente ante lo evitable.

Goles en la prórroga
Venimos haciendo un ejercicio intencionado de humanismo agnóstico. No costará demasiado, al avisado lector, completar, con lo que encaja sin esfuerzo ni violencia alguna, las intuiciones que barruntábamos. El intuitivo creyente habrá sabido encontrar, en ese aparente silenciamiento de Dios, más que lejanos ecos de trascendencia un auténtico vocerío divino.
No podía ser, a ojos creyentes, de otro modo. La verdad es que, aún encontrando no pocas razones por las que vivir, el tema de la muerte frustra no pocas de las expectativas. Son muchos, y muy admirados y queridos compañeros y compañeras de fatigas, los que expresan su desazón por no dar con ese valioso tesoro de la fe y tropezarse aparatosamente con la limitación y la definitividad del fracaso existencial. Sobre todo, porque una existencia humana, por pletórica que haya sido –y no parece ser el caso con ¾ partes del planeta bajo el umbral de la pobreza- es un espacio cortísimo de tiempo abusivamente repleto de frustraciones. Demasiado fracaso, demasiada muerte inútil, cruelmente gratuita, demasiado sufrimiento sin sentido, demasiadas preguntas para tan precarias respuestas... Ya sabemos que el sentido inmanente es compatible con la lágrima y la herida, pero a veces el lloro arrecia y la hemorragia ahoga. No es tan fácil, entonces, “instalarse en la finitud” o, al menos, hay que reconocer la ausencia de comodidades para ello.
Volviendo al principio de estas líneas, recordamos a la pobre madre del pobre hijo suicidado. El que “nos quiten lo bailao”, con no ser poco, no arrancó más que una sonrisa provisoria. La irrepetible singularidad de cada ser humano no facilita las proyecciones. La dignidad está muy bien, pero no rescata de las garras de la muerte los “quienes” que se han extinguido para siempre. Romper la ley natural de la selección y la exclusión de los débiles está también muy bien, sobre todo mirando al futuro ¿pero qué ocurre con los muertos olvidados, con las víctimas anónimas, con los ya vencidos de todas las guerras y los perdedores de todas las causas?
Tras las primeras palabras, recordé aquel cómic de Cortés. Lo resumo sin dibujos. Un joven suicida, con la cuerda todavía enroscada al cuello, llama al cielo. Pedro, entrañablemente cabezón y brutote, le niega la entrada pretextando un sin fin de normas y preceptos incumplidos por tan irregular candidato a la gloria. Cuando nuestro protagonista está a punto de retirarse, alarmado por la algarabía, acierta a pasar por allí el Dios todocariñoso. Pedro, cargado de razones, le explica la situación. Pero el buen Dios, en batín y zapatillas de andar por casa, le espeta: ¿Cómo que al infierno, Pedro? ¿No ves que de donde viene es precisamente de allí? Ábrele, corriendo, las puertas del cielo.”
Los creyentes tenemos el privilegio, no siempre valorado y agradecido, de sabernos mimados, arrullados, y acunados por el Todocariñoso. Un ser personal que nos sale al encuentro en todo acto de amor, de belleza y de verdad (si son auténticos, van unidos), dispuesto al regalo y a la fiesta más que al escarbe de la curiosidad malsana, bastante más empeñado en salvar que en juzgar, más proclive a cerrar misericordiosamente los ojos que meter inquisitorialmente el dedo en los ajenos. Alguien no excesivamente dado a intervencionismos facilones, pero presto a sobrevolar de continuo con su ternura y su fuerza.
Caer en la cuenta de todo ello es, probablemente, el momento culmen de la experiencia religiosa. Sabernos hijos deseados -no nacimos de penalty- nos lleva a “tratar de amor con quien sabemos nos ama”... ¡Ah! Y además no somos “hijo único” que podamos reclamar exclusividades de trato, sino que venimos, cierto que a portes pagados, pero con Libro de Familia Numerosa. Los hijos mayores lo saben bien: a hacer de albacea y evitar repartos abusivos de herencia. Todo esto no enjuga todas las lagrimas ni cierra todas las heridas, pero pone el bálsamo de la esperanza en ellas e introduce en la cabeza lo que ya el corazón barrunta: no hay muerte definitiva para los que apuestan por la vida.
En efecto además de “no quitarnos lo bailao”, Dios regala pasodobles extra con orquesta sin fin. Sobre todo cuando, como es el caso, no se ha podido o no se ha sabido bailar, y la vida fue una continua marcha fúnebre de fracasos. En definitiva, el mismo Dios no intervencionista que respeta la marcha del partido se reserva el tiempo de prorroga. Nada nos quita la responsabilidad de jugar bien. Él no jugará por nosotros, pero sí lo hará con nosotros.
En este partido de la vida no se cumple la máxima de aquel famoso entrenador: “No sirve para nada jugar bien, lo único que importa es ganar”. Pues no. En la vida lo importante es jugar con dignidad, de ganar, lo que se dice ganar, se ocupa, al final, Él en la prórroga.
Repensando la vida desde la conciencia cierta de la muerte, el peregrino en su última estación se sabe no sólo caminante de la vida, con no ser poco, sino, sobre todo, buscador incansable de la meta. Confundido, perplejo y sólo, cuando perdido, el caminante se siente seguro ocupando, con pie tembloroso, las huellas firmes que un día perpetuo dejó El Peregrino. Éste, por cierto, no aparece adornado de éxitos y realizaciones intrahistóricas. Más bien todo lo contrario. Quizá para, desde ahí, cargar con nuestras limitaciones, fracasos y muertes.
Con la que está cayendo, mientras inevitablemente “se nos va haciendo de noche” (Lc 24,13), estamos ciertos de que esto no es el prólogo de ningún ocaso, sino la antesala de un encuentro festivo con risas, pan, pescado y fuego chisporroteante de campamento.

José Luis Segovia Bernabé
Sacerdote Diocesano de Madrid

AMAR HASTA QUE DUELA

  En memoria de la señora Luz María que me pagaba la consulta médica con 2 huevitos de gallina. Dar de lo que necesito. Dar sin medida, s...