Un sábado cualquiera
Es
sábado por la tarde, es invierno y mientras una tormenta azota los cristales de
las ventanas de la casa, en su interior, un joven está muriendo.
Tiene
sólo 23 años. Su rostro transmite ternura y sus ojos resaltan en su tez oscura.
Me
mira y su mirada me llega hasta el fondo. Es una mirada limpia y llena de
ternura.
Una
hora antes le he puesto medicación sedante pues su dificultad respiratoria le
estaba generando un profundo sufrimiento. Se ahogaba detrás de la máscara de su
máquina para respirar.
Lentamente
se va serenando. La música relajante suena de fondo. Él duerme. El silencio
sólo lo interrumpe el “te quiero” que pronuncian los que le han amado y le siguen amando en esta hora.
Me
voy retirando hacia la entrada. Ahora es su hora. El médico ya no tiene que
hacer otra cosa que “hacer acto de presencia”, hacer silencio y contemplar.
Ahora
desde la entrada de la casa contemplo el amor. El Amor. Pues de algún modo su
Dios y el mío que son el mismo están aquí. Son Amor.
En
medio de este silencio escribo. Escribo porque no quiero que se me pierda nada
de lo que se me está regalando. Quiero conservarlo. Agradezco profundamente ser
médico, estar aquí y ahora con ellos, para ellos, para mí.
Y
en lo que parece un instante eterno deja de respirar entre los brazos
entrelazados de sus padres y hermanas. Hay lágrimas y hay amor. Hay
paz.
Y
mi propio dolor, que evoca otro vivido hace ya mucho tiempo, se torna paz y
agradecimiento.
Ahora
toca volver a mi casa, a mi vida, a la vida.