martes, septiembre 10, 2019


Un sábado cualquiera 
Es sábado por la tarde, es invierno y mientras una tormenta azota los cristales de las ventanas de la casa, en su interior, un joven está muriendo.
Tiene sólo 23 años. Su rostro transmite ternura y sus ojos resaltan en su tez oscura.
Me mira y su mirada me llega hasta el fondo. Es una mirada limpia y llena de ternura.
Una hora antes le he puesto medicación sedante pues su dificultad respiratoria le estaba generando un profundo sufrimiento. Se ahogaba detrás de la máscara de su máquina para respirar.
Lentamente se va serenando. La música relajante suena de fondo. Él duerme. El silencio sólo lo interrumpe el “te quiero” que pronuncian los que le han amado y le siguen amando en esta hora.
Me voy retirando hacia la entrada. Ahora es su hora. El médico ya no tiene que hacer otra cosa que “hacer acto de presencia”, hacer silencio y contemplar.
Ahora desde la entrada de la casa contemplo el amor. El Amor. Pues de algún modo su Dios y el mío que son el mismo están aquí. Son Amor.
En medio de este silencio escribo. Escribo porque no quiero que se me pierda nada de lo que se me está regalando. Quiero conservarlo. Agradezco profundamente ser médico, estar aquí y ahora con ellos, para ellos, para mí.
Y en lo que parece un instante eterno deja de respirar entre los brazos entrelazados de sus padres y hermanas. Hay lágrimas y hay amor. Hay paz.
Y mi propio dolor, que evoca otro vivido hace ya mucho tiempo, se torna paz y agradecimiento.
Ahora toca volver a mi casa, a mi vida, a la vida.

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