lunes, diciembre 25, 2006

La Muerte

La muerte

Como a una hermana. Sin rubor. De frente
y en un paso a nivel de mi avenida...
¡Quiero esperarte agradecidamente,
como si hubiera entrado ya en la Vida!

Tú, el Principio y el Fin.
Yo, un ahora peregrino
desde Ti a Ti.

Señor, no quiero ser más que lo que soy: nada.
Para que, de este modo,
en mi mansión deshabitada
Tú, Huésped dueño, lo seas todo.

Pedro Casaldáliga

miércoles, noviembre 22, 2006

Hay vida antes de la muerte

HAY VIDA ANTES DE LA MUERTE
Sal Térrea. Revista de Teología Pastoral. Noviembre 2000

El título que sugiere amablemente la revista bien pudiera parecer una aparente obviedad, una tautología. Sin embargo, representa toda una invitación a reflexionar sobre el sentido de la vida desde la vida misma. Algo así como un ejercicio arriesgado de mirar “desde la otra orilla” este lado de la vida. Una especie de canto a la vida prescindiendo, en principio, de la respuesta que se dé al enigma de la muerte. Con todo, nos será difícil hacer caso omiso de una evidencia palmaria: la muerte forma parte indisoluble de la vida. Cada día apuntamos una cruz en el marcador de ésta y, cada día, al tiempo, inexorablemente, se lo sumamos al haber de la cada vez más cercana “hermana muerte”. Somos los únicos seres vivos que sabemos que tenemos que morir, que la muerte es inexorable, y esto mismo es un indicador de humanidad. Pero, ¿qué podrá medir el sentido de la vida desde la muerte? No, desde luego, el siempre cicatero lapso de tiempo que transcurre desde que nacemos hasta que se extingue nuestra vida, absolutamente despreciable en el macrotiempo del cosmos y aún de la historia.
Procuraremos aproximarnos a una respuesta, intentando recorrer el mayor trecho posible con el no creyente, capaz también de ofertar un sentido nada trivial a su existencia. A pesar de las limitaciones, tal vez este ejercicio de despojamiento de verdades ayude a no espiritualizar vanamente el lenguaje, a no secuestrar aquello que la vida tiene de dramática ambigüedad, de inquietante perplejidad, de irresoluble duda y de trágico fracaso para demasiados. Quizá sólo así, despojados de verdades, podamos acercarnos más a la Verdad, desasidos de falsas seguridades, os aproximaremos más al Misterio que trasciende nuestras pobres respuestas y, precisamente, por cargados de inquietantes preguntas y alejados de toda forma de ataraxia, podremos anhelar, con tanta pasión como relativización de las propias provisorias conclusiones, su contestación definitiva.

“Que nos quiten lo bailao”
Cuando se nos mueren chavaletes cercanos, por el Sida, las sobredosis o la desatención carcelaria, almas compasivas y bien-pensantes se nos acercan y, con cierta lástima –por nosotros, no por el muerto, como sería el caso-, susurran: “pobrecillos, tanto esfuerzo y al final esto...¡tanto fracaso!... no merece la pena...”. La respuesta herida, espontánea, fulminante y directa es la que encabeza estas líneas.
En una de esas ocasiones difíciles –se había ahorcado un zagal con problemas con las drogas de poco más de 20 años-, andaba dando vueltas y más vueltas a las emociones y a las sinrazones que se agolpan para iluminar en el funeral un trance tan poco explicable, tan parco en argumentos creíbles. Para complicar las cosas, al dolor de su madre, viuda, aún joven, pero desgastada por varios de años de lucha sin éxito, se unía la más que previsible asistencia de la muchachada, poco dada al moralismo o a los grandes principios abstractos. Áquella vivía, seguro, en su interior, lo que supo expresar tan bien Lamartine en parecida ocasión: “uno sólo desaparece y el mundo entero parece vacío”. Éstos, amigos del finado, venían arrastrando sus propias cruces y veían en el muerto un triste presagio de la maldita suerte que podía presentárseles al doblar cualquier esquina.
Sin tener bien perfiladas las ideas, finalizadas las lecturas, me dirigí a la madre: “Mariola, ¿qué le podremos decir al buen Dios después de tanto dolor y de tanta lucha?, ¿qué querrá decirnos Él, esta tarde?”. Tras un instante de silencioso pudor, espeté: “Que nos quiten lo bailao”. Su asentimiento y el asomo de una tímida sonrisa confirmaron el acierto de la expresión. La mujer, con otros tres hijos a cuestas, había visitado innumerables comisarías, había intentado rescatar a su hijo con toda suerte de tratamientos y había sufrido las tropelías a que nos malacostumbran los mozalbetes cuando yerran el camino: todo un rosario de intentonas frenéticas por detener una caída imparable al abismo. Con todo, no parecía arrepentirse de ninguno de sus titánicos esfuerzos por alcanzar algo que una muerte dolorosamente intempestiva parecía desdecir.
En efecto, “que nos quiten lo bailao” era la respuesta sucesiva a las dos preguntas planteadas a la madre. Con ella, estaba apuntando a que, por más que la mala muerte se empeñara en lo contrario, la vida adquiere sentido desde la lucha por intentar gobernarla, la porfía por dignificarla, el empeño por lograr la felicidad no sólo para sí –a modo de auto-realización solipsista-, sino, sobre todo, para el otro. A la postre, lo que cuenta no son los logros, ni el cómputo de éxitos siempre fugaces. Lo que dignifica son las intentonas. Ni siquiera canoniza la ausencia de caídas, sino el esfuerzo en recomponer la figura y volver a levantarse. Lo que permite llevar la cabeza mínimamente alzada no es el logro efímero de unos objetivos, la efectividad de unos resultados mal contados, sino el paso firme del caminante y su empeño voluntarioso en avanzar inquebrantable hacia la meta. Sin duda, ésta orienta al camino y al caminante, pero, bien mirado, nada significa sin ambos.
En efecto, la pregunta última por la meta, sólo cobra sentido en la medida en que lo adquieren los cuestionamientos acerca del camino y la suerte de los que por él transitan. Respondidos éstos –en el sentido de responsabilizado cada cual de éstos-, áquella aparecerá bien orientada, cualesquiera que fueren los matices que la respuesta, siempre incompleta, adquiera. Que el camino merece la pena por sí mismo, es algo que nos recuerdan de modo creíble, transeúntes de la vida no creyentes, profundamente comprometidos e ilusionados con ella. Que el modo de afrontar el camino y la relación con los caminantes predetermina las actitudes vitales más que la configuración mental de la meta, es una evidencia que se impone cuando nos descubrimos caminando gozosos con compañeros de peregrinaje con otra fe diferente, pero apasionados por dejarlo mejor que lo encontraron y comprensivos con quienes “tropiezan, se cansan y retroceden”. Por el contrario, desde imaginarios de la meta más aproximados, pero con ocupaciones y pre-ocupaciones más diversas en el camino, surgen, a veces, más serias divergencias.
En definitiva, lo que queremos expresar es que la felicidad, a modo existencial, es posible cuando, al margen de las metas, se cubren etapas con sentido, si pronunciadas en primera persona de plural. Éste tiene matriz comunitaria, como los cumpleaños –sólo existen, si los celebramos con otros. Naturalmente, el paladeo de este sentido, no es incompatible con amargos sorbos de hiel. Pero sólo una vida bailada con otros, al són acompasado de la entrega y la lucha compartida, es capaz de superar el miedo paralizante a la extinción definitiva y a su suerte de anticipo en un cuerpo que inevitablemente se aja y reseca por más desesperados intentos de lifting y gym fitness que realice.

“Somos lo que nos han querido”
Si algo es capaz de dar sentido a la existencia humana, téngase la cosmovisión que se tenga, esto es la fuerza del amor. Tanto que, en verdad, “quien no ama permanece en la muerte”(1 Jn.3,14). En definitiva, vivir es llenar la propia existencia de rostros, de gestos, de ternura, de pequeños detalles, de hechos discretos pero sublimes, de hacer realidad, en suma, aquella súplica de Casaldáliga “Cuando me presente ante ti; Padre, quiero llegarme con las manos vacías y el corazón lleno de nombres”. Y es que, en definitiva, no sólo existimos por amor, somos por amor. De ahí que propiamente podamos afirmar que somos lo que nos han querido.
Decía un ilustre agnóstico que ciertamente hay vida antes de la muerte si, y sólo si, vivimos instalados en la finitud. Pero convendremos con el Viejo Profesor, que sólo cabe tal asentamiento en lo finito si vamos dotados de una mínima impedimenta de cariño, aceptación, reconocimiento y capacidad de soportar las frustraciones del vivir cada día. Sólo desde ahí se puede hacer frente a la prometeíca tarea de dar sentido a muchas cosas que parecen no tenerlo. En ausencia de experiencias de cariño, y desde este presupuesto, se entenderán las escasas posibilidades de dotar de sentido a su vida a personas como Francisco que afirma “no haberse sentido querido por nadie jamás”, después de sucesivos abandonos de madre biológica y padres adoptivos o de Juan Pedro, con nulas posibilidades de salir en libertad hasta el 2045, y eso sin tener delitos de sangre. Sin un mínimo de cariño acumulado, sin posibilidad de modificar el entorno -y modificarse-, resulta difícil encontrar sentido a la propia existencia en un tal contexto de desespero, nulas expectativas y continuas invitaciones a la autodestrucción.
En definitiva, nuestra identidad, y con ella el sentido de nuestra vida, viene condicionado por el amor que hemos recibido y el que somos capaces de dar. Somos los pedazos de cariño y ternura que han dejado marcas indelebles en nosotros: los de nuestra familia, los de los maestros recordados y los olvidados, los de los amigos... todo lo que va dejando mella en nuestra existencia y la va configurando, porque la tierra se va haciendo firme y valoramos aquello que pisamos cuando vamos pertrechados de amor. Paradójicamente, también somos los amores que vamos dejando en el camino. Así, la vida es un continuo ir diciendo hola y adiós, una continua apertura a la novedad y un ir reformulando duelos y despedidas por lo que de nosotros va quedando en la realidad y, sobre todo, en los demás. De alguna forma, éstos resucitan en nosotros, se perpetúan en nosotros, y nosotros perduramos en los demás y en lo que, de nuestro, queda en otros. Así, desde los amores dados y recibidos –o sus carencias y traumas- se construye nuestra identidad, nuestras consistencias comportamentales y nuestra interpretación y vivencia del mundo. Una vez más, se cumple la máxima evangélica: “allí donde está tu tesoro está tu corazón”.
Finalmente, tampoco debemos olvidar que el ser humano no es sólo un ser de necesidades, sino también de posibilidades. De ahí que la posibilidad de amor futuro, la eventualidad de lo no sucedido, pero aún posible, constituya otra fuente de contenidos de honda significación, incluso para aquellos que presentan serios déficits amorosos.
Otra madre lo expresa mucho mejor en una carta que autoriza a reproducir:
“El inexplicable dolor por la pérdida de un hijo no debe hacernos perder que el mundo esta totalmente repleto de seres humanos que necesitamos y nos necesitan, y que ese dolor, como dolor líquido que nos recorre, será más llevadero si somos capaces de trascender nuestra individualidad. La ausencia permanecerá siempre y para siempre, pero desde el conocimiento y asunción de nuestro dolor seremos capaces de acercarnos y ayudar el dolor del otro...”
M.D.R.
Quizá brote esa compasión solidaria, de un sentimiento profundo de agradecimiento a lo vivido, aunque haya sido efímero, aunque haya sabido a poco y quede el regusto amargo de una dicha pasajera. Y es que, en efecto, el agradecimiento como actitud vital facilita no sólo la búsqueda sino el encuentro de sentido mismo. Nos sabemos debidos a otros, no sólo porque portemos un código genético que nos es dado, sino porque vivimos gracias al médico, al dependiente, al técnico de ordenadores, al fontanero... Abrir el grifo, encender la luz son pequeños milagros siempre debidos a otros... Sólo alguien capaz de saberse debido será capaz de generosidad hasta el final, de amar sin fronteras... Por eso, la ingratitud, en decir de San Ignacio, “es cosa de las más indignas y abominables”.
Así las cosas, resulta que el otro, deja de ser un infierno, para constituirse en condición necesaria para vivir bajo el paraguas de un disfrute salutífero, siquiera inmanente, de sentido existencial antes de la muerte.

Violentando la “ley natural”
Estamos convencidos que sólo se encuentran razones últimas para vivir cuando hemos encontrado razones importantes por las que morir, motivos últimos por los que merezca la pena arriesgar la vida. Sólo así, ésta deja de ser una sucesión diletante de instantes, siempre pasajeros, para rellenarse de espesa intensidad. Quizá sea esta una de las heridas de nuestro momento. Ayunos de razones por las que dar la vida, no acabamos de encontrar sus razones. Se vuelve tediosa y aburrida. Si la muerte en sí no es sino una forma de silencio, la más absoluta, no es de extrañar que, ajenos a profundidades, nuestros contemporáneos tengan pavor a cualquier forma de silencio y de encuentro con uno mismo. En el fondo, late un miedo profundo a bucear dentro de sí, a encontrarse con las ultimidades, o al menos, con las preguntas acerca de ellas. De ahí, tanto pavor al aburrimiento. Éste no es sino una forma de compañía, gravosa si se quiere, con uno mismo. Para ilustrar una forma torpe de abandonar esa compañía y quedar, al final, en la soledad más absoluta, no me resisto a reproducir un trocito de un curioso testimonio, recogido de una macrofiesta juvenil de música “bakalao”:
“Un par de horas más tarde, acostumbrados por completo al ruido y cogido sin mucha dificultad el truquillo al baile –pumba, pumba, dale, dale...-, empezamos a ver gente "mareada". Bastantes con la cara acartonada, ojos de búho y moviéndose de modo desgarbado... Otros cuantos, recostados por las gradas con cara de no muy buen cuerpo. Algunos empezaron a bailar, portando cartulinas, a modo de anuncios humanos con carteles “revolucionarios”: “Toma que dale” (sic), “Buen rollo”, “Maradona: estamos contigo” y algunos otros ilegibles. Por supuesto, nadie se molestaba en leerlos, ni el que los portaba parecía mostrar la más mínima incomodidad por ello. ¿Sería un intento desesperado de comunicar “algo”? Para sorpresa nuestra, al poco, empezaron a multiplicarse los chupetes. Si, ha leído el lector bien, chupetes. Según nuestros “expertos asesores” se trataba de evitar la desagradable falta de control sobre la mandíbula inferior producida por la ausencia de tono de los músculos maxilares debida a las anfetaminas”.
(Rev. Crítica, sep-octubre 2000)
Los cachorros de nuestra especie, fieles herederos de lo peor de sus papás, carentes de razones por las que dar la vida, la preservan con mimo egoísta (nunca tantos gimnasios, tanto cultivo narcisista de la apariencia). Superficialmente sociales, no soportan la soledad, pero tampoco la comunicación en serio. Intuyen que la vida se les escapa con la misma prisa que la juventud y tratan, compulsivamente, de exprimir el tiempo, su tiempo, el de la noche, de jueves a domingo, para desembocar, hechos polvo, en el tedioso lunes de los adultos. Rodeados de tecnología punta pero vacíos de sentido. A pesar de estar tantos, tan juntos, se sienten más profundamente solos y huérfanos que nunca.
Nuestros contemporáneos urbanitas, jóvenes y adultos, inundados de ofertas publicitarias se muestran incapaces de hacerse con el sentido de la existencia. Claro, éste tampoco se da gratis. Se adquiere contra la ley natural: la que procura la propia supervivencia por encima de todo, la que genera que el pez grande se coma al chico, la que, generación tras generación, asegura una suerte de selección, también “natural”, en la que los individuos más débiles son los que desaparecen y los más dotados los que se reproducen y se perpetúan en la siguiente generación. Por eso, sólo una apuesta por los excluidos y por los vencidos de la historia será capaz de dotar de sentido a ésta., sólo un posicionamiento valiente y descarado por los últimos, capaz de quebrantar la ley natural de la selección y sustituirla por la de la dignificación y la defensa rabiosa de los más vulnerables, tendrá capacidad para insuflar de contenidos éticos una realidad tan carente de horizontes como las elocuentes pancartas que portaban nuestros jóvenes “bakalas”.
Todo ello reclama, entre otras muchas cosas, el pago de la duda, pasar por el peaje de la critica, la propia y la ajena, el ejercicio de la compasión, la práctica de la ciudadanía y la participación democrática. En definitiva, arriesgar –¿no conlleva cierta forma de fe toda apuesta arriesgada?- y romper la ley natural de la autoprotección, de la supervivencia personal a toda costa. Hay cosas que objetivamente merecen la pena, causas que reclaman atención y son valiosas en sí mismas. Lo mismo se diga de sacar del armario palabras como esfuerzo, disciplina, sacrificio, mortificación –¿o no es la vida un ir muriendo a cosas para renacer en otras mejores?- imprescindibles en el diccionario de cualquier peregrino de la vida que quiera ser algo más que dominguero. Del mismo modo, habrá que combatir la tendencia natural al olvido y rescatar la memoria histórica, preservar del adormecimiento colectivo y recuperar la vigilia y la capacidad de soñar, romper “la malicia de la historia”, lo que ésta tiene de injusto, y acoger lo que tiene de provocativa y apeladora.
Por último, no dejaremos de observar que, paradójicamente, mientras se producía el olvido de lo religioso, de modo simultáneo, se ha ido generando un pretencioso sentimiento de inmortalidad en los humanos. Qué duda cabe que vivimos como si fuéramos inmortales. Alejados de Dios, vivimos una suerte de autotrascendencia omnipotente que pronto encontrará inequívocas razones para desandar tan peligroso camino, denunciado ya desde las primeras páginas del Génesis. Quizá en el camino de vuelta podamos abrirnos humildemente más al misterio que a lo misterioso, más al sentido que a lo sensiblero.

Cuando emerge el quién desaparece el porqué
La búsqueda del sentido de la vida es una suerte de continuo ejercicio de interrogatorio solipsista, una afanosa búsqueda de porqués dadores de sentido, un camino, a veces torturante y tormentoso, tras un significado capaz de llenar de contenido la experiencia vital. La respuesta a esa infatigable búsqueda no viene dada tanto por una respuesta, como por la aparición de un quién. En efecto, sólo se diluyen las preguntas sin respuesta cuando aparecen las razones liberadoras. Encontradas éstas, las preguntas van quedando sin eco interior. Estas razones liberadoras, que vienen de la mano de un sujeto, un quien, son capaces de provocar una adhesión incondicionada e incondicional a una causa capaz de llenar de sentido la vida de la persona. Estas opciones liberadoras pueden surgir desde unos quiénes concretos inmanentes –p.e. descubrir al culpable de la “desaparición” forzada de un hijo, luchar para que otros no caigan en la droga etc.- En todo caso, remite la pregunta y aparece dulcemente el sentido cuando se produce el descentramiento de un yo autista y se da lugar al diálogo con otros. El paso siguiente viene dado. Lo decía Nietzsche: “cuando se tiene en la vida un porqué, se vive sin dificultad el cómo”.
Cuando el otro empieza a importar tanto como la propia vida, el ser humano ha descubierto, casi sin darse cuenta, no poco de su sentido. Se ha dado de bruces con auténticas razones liberadoras. Por eso es tan difícil que una cultura tan narcisista como la nuestra –tan centrada en el yo que condena al otro diferente- sea capaz de encontrar sentido a la existencia. Sólo en la medida en que dé paso al otro concreto, desde el encuentro personalizador, el descentramiento, la apertura disponible a abrazar “causas”, podrá poner límite a la cascada de porqués que brota en cualquier ser humano. Sólo en la medida que me sienta responsable de la suerte de mi hermano encontraré mi propio camino
En definitiva, sólo la fe, en sentido lato, es capaz de sacar al ser humano de la encerrona en que le introducen preguntas sin respuesta desde sí mismo. Fe, es la adhesión inquebrantable a un Quién, o a unos quiénes, o a los dos juntos, en una causa por la que se empeña la vida. Ayunos de causas por las que dar la vida, no es lo “light” el terreno más fértil para el cultivo de la fe, ni de ningún pensamiento fuerte. No es casual que hayamos trasmutado las causas por las ONGs, la militancia por el voluntariado, la razón por la emoción, la ética por la estética, la fe por el ritualismo y la norma.
Ayudaría no poco al retorno de lo serio, el cultivo del maravillamiento y la disidencia. La capacidad de dejarse sorprender, de admirarse y contemplar -o sea, de mirar en profundidad, más allá, de “cerrar los ojos para ver mejor” (Martí), “la responsabilidad de tener ojos cuando otros los han perdido” (Saramago). El lugar del maravillamiento no es sólo la naturaleza. El ser humano es también historia y recreación. El sentido debe ser buscado con actitud de ingenua admiración en el bullicio del mercado, en la parada del autobús, en las colas de espera del médico de la seguridad social y en las del desempleo y, sobre todo, en el empeño dignificante de los que se empeñan en decir “no” y mantener una pugna insobornable contra lo injusto, lo indigno y lo inhumano, por pequeño que fuere. Ya sabemos que, a la postre, “quien es fiel en lo poco, lo será en lo mucho”.

“Por dignidad, comadre, por dignidad...”
Al final de la película “La estrategia del caracol”, el vapuleado abogado acaba contestando de este modo a una anciana, interpelada por el renovado coraje de un singular defensor de causas perdidas, tras los reiterados fracasos de éste por defender frente al poder a unos pobres vecinos desahuciados
Si el tiempo es la sustancia de que estamos hechos, esa sustancia sólo se hace vida significativa no sólo cuando se vive pletórica de amores dados y de afectos recibidos, sino, sobre todo, cuando deja hueco a esa sólida mansión de la dignidad humana que es la coherencia. Nos referimos a esa inevitable –no porque no se pueda evitar, sino porque no se debe eludir- tensión entre aquello que somos y lo que estamos llamados a ser, entre lo que hacemos u omitimos y lo que éticamente estamos compelidos a realizar, entre lo que debiéramos gritar y lo que cobardemente silenciamos. Esa morada profunda de la dignidad es la coherencia. Es el soporte básico de la felicidad más honrada, del sentido más profundamente dignificante del propio vivir. No sólo es compatible con el llanto, el fracaso, la incomprensión o la burla sino que, muy probablemente, los exigen como marchamo de autenticidad. Aunque reside en el hondón más profundo del alma humana, no forma su juicio sólo desde sí, sino que está en continuo diálogo-interpelación con el entorno. No es autista o intemporal, sino dialógica, relacional e incluso comunitaria. Es la que permite construir el presente perpetuo de aquella dignidad que se conquista –no la que viene en el lote por nacer humanos-, de la que uno se hace acreedor porque otros –sobre todo los más otros- restañan. Sólo los caídos al borde del camino, los ignominiosamente expulsados de sus rápidas autovías, tienen capacidad para devolver esa dignidad perdida a tanto precipitado conductor encapsulado.
Ninguna maldad humana puede sernos ajena. Supone un salivazo de indignidad a nuestro intento de construirla desde la coherencia. Si bien la muerte es personalísima e intransferible, no todas las muertes son iguales. La muerte rodeada de afecto y cercanía, en compañía es el tránsito más deseable a una vida vivida en idéntica dirección. Por eso hasta la muerte deseable es, de algún modo, comunitaria. Pero hay formas miserables de morir que patentizan formas indignas de vivir. ¿De qué habla, si no, la muerte en un W.C de un adolescente con un arpón letal en el antebrazo? ¿o la de la abuelilla, a la que sólo el pútrido olor de semanas delata como ausente? Ambas reclaman del resto de los humanos, como condición para sostener la propia tambaleante dignidad, compasión para ponernos efectivamente en el lugar del otro y santa indignación para sublevarnos afectivamente ante lo evitable.

Goles en la prórroga
Venimos haciendo un ejercicio intencionado de humanismo agnóstico. No costará demasiado, al avisado lector, completar, con lo que encaja sin esfuerzo ni violencia alguna, las intuiciones que barruntábamos. El intuitivo creyente habrá sabido encontrar, en ese aparente silenciamiento de Dios, más que lejanos ecos de trascendencia un auténtico vocerío divino.
No podía ser, a ojos creyentes, de otro modo. La verdad es que, aún encontrando no pocas razones por las que vivir, el tema de la muerte frustra no pocas de las expectativas. Son muchos, y muy admirados y queridos compañeros y compañeras de fatigas, los que expresan su desazón por no dar con ese valioso tesoro de la fe y tropezarse aparatosamente con la limitación y la definitividad del fracaso existencial. Sobre todo, porque una existencia humana, por pletórica que haya sido –y no parece ser el caso con ¾ partes del planeta bajo el umbral de la pobreza- es un espacio cortísimo de tiempo abusivamente repleto de frustraciones. Demasiado fracaso, demasiada muerte inútil, cruelmente gratuita, demasiado sufrimiento sin sentido, demasiadas preguntas para tan precarias respuestas... Ya sabemos que el sentido inmanente es compatible con la lágrima y la herida, pero a veces el lloro arrecia y la hemorragia ahoga. No es tan fácil, entonces, “instalarse en la finitud” o, al menos, hay que reconocer la ausencia de comodidades para ello.
Volviendo al principio de estas líneas, recordamos a la pobre madre del pobre hijo suicidado. El que “nos quiten lo bailao”, con no ser poco, no arrancó más que una sonrisa provisoria. La irrepetible singularidad de cada ser humano no facilita las proyecciones. La dignidad está muy bien, pero no rescata de las garras de la muerte los “quienes” que se han extinguido para siempre. Romper la ley natural de la selección y la exclusión de los débiles está también muy bien, sobre todo mirando al futuro ¿pero qué ocurre con los muertos olvidados, con las víctimas anónimas, con los ya vencidos de todas las guerras y los perdedores de todas las causas?
Tras las primeras palabras, recordé aquel cómic de Cortés. Lo resumo sin dibujos. Un joven suicida, con la cuerda todavía enroscada al cuello, llama al cielo. Pedro, entrañablemente cabezón y brutote, le niega la entrada pretextando un sin fin de normas y preceptos incumplidos por tan irregular candidato a la gloria. Cuando nuestro protagonista está a punto de retirarse, alarmado por la algarabía, acierta a pasar por allí el Dios todocariñoso. Pedro, cargado de razones, le explica la situación. Pero el buen Dios, en batín y zapatillas de andar por casa, le espeta: ¿Cómo que al infierno, Pedro? ¿No ves que de donde viene es precisamente de allí? Ábrele, corriendo, las puertas del cielo.”
Los creyentes tenemos el privilegio, no siempre valorado y agradecido, de sabernos mimados, arrullados, y acunados por el Todocariñoso. Un ser personal que nos sale al encuentro en todo acto de amor, de belleza y de verdad (si son auténticos, van unidos), dispuesto al regalo y a la fiesta más que al escarbe de la curiosidad malsana, bastante más empeñado en salvar que en juzgar, más proclive a cerrar misericordiosamente los ojos que meter inquisitorialmente el dedo en los ajenos. Alguien no excesivamente dado a intervencionismos facilones, pero presto a sobrevolar de continuo con su ternura y su fuerza.
Caer en la cuenta de todo ello es, probablemente, el momento culmen de la experiencia religiosa. Sabernos hijos deseados -no nacimos de penalty- nos lleva a “tratar de amor con quien sabemos nos ama”... ¡Ah! Y además no somos “hijo único” que podamos reclamar exclusividades de trato, sino que venimos, cierto que a portes pagados, pero con Libro de Familia Numerosa. Los hijos mayores lo saben bien: a hacer de albacea y evitar repartos abusivos de herencia. Todo esto no enjuga todas las lagrimas ni cierra todas las heridas, pero pone el bálsamo de la esperanza en ellas e introduce en la cabeza lo que ya el corazón barrunta: no hay muerte definitiva para los que apuestan por la vida.
En efecto además de “no quitarnos lo bailao”, Dios regala pasodobles extra con orquesta sin fin. Sobre todo cuando, como es el caso, no se ha podido o no se ha sabido bailar, y la vida fue una continua marcha fúnebre de fracasos. En definitiva, el mismo Dios no intervencionista que respeta la marcha del partido se reserva el tiempo de prorroga. Nada nos quita la responsabilidad de jugar bien. Él no jugará por nosotros, pero sí lo hará con nosotros.
En este partido de la vida no se cumple la máxima de aquel famoso entrenador: “No sirve para nada jugar bien, lo único que importa es ganar”. Pues no. En la vida lo importante es jugar con dignidad, de ganar, lo que se dice ganar, se ocupa, al final, Él en la prórroga.
Repensando la vida desde la conciencia cierta de la muerte, el peregrino en su última estación se sabe no sólo caminante de la vida, con no ser poco, sino, sobre todo, buscador incansable de la meta. Confundido, perplejo y sólo, cuando perdido, el caminante se siente seguro ocupando, con pie tembloroso, las huellas firmes que un día perpetuo dejó El Peregrino. Éste, por cierto, no aparece adornado de éxitos y realizaciones intrahistóricas. Más bien todo lo contrario. Quizá para, desde ahí, cargar con nuestras limitaciones, fracasos y muertes.
Con la que está cayendo, mientras inevitablemente “se nos va haciendo de noche” (Lc 24,13), estamos ciertos de que esto no es el prólogo de ningún ocaso, sino la antesala de un encuentro festivo con risas, pan, pescado y fuego chisporroteante de campamento.

José Luis Segovia Bernabé
Sacerdote Diocesano de Madrid

viernes, octubre 27, 2006

Poema de Leopoldo Lugones

Iñaki nos envía este poema.



Soñé la muerte y era muy sencillo;
una hebra de seda me envolvía, y
a cada beso tuyo,
con una vuelta menos me ceñía
y cada beso tuyo
era un día;
y el tiempo que mediaba entre dos besos
una noche. La muerte era muy sencilla.
Y poco a poco fue desenvolviéndose
la hebra fatal. Ya no la retenía
sino por solo un cabo entre los dedos...
Cuando de pronto te pusiste fría
y ya no me besaste...
y solté el cabo, y se me fue la vida.

Leopoldo Lugones

lunes, octubre 23, 2006

Sal Terrae 93 (2005) 885-894


Esencia del cuidar.
Siete tesis
Francesc Torralba Roselló*




Prolegómenos

La cuestión del cuidar ha ocupado, desde hace algunos años, un lugar de honor entre mis preocupaciones de orden intelectual. Prueba de ello son dos libros –Antropología del cuidar (1998) y Ética del cuidar (2002)– y una considerable serie de monografías y artículos sobre la esencia de esta actividad, las condiciones de su desarrollo y las dificultades que presenta su puesta en marcha1.
Concibo el cuidar como una actividad fundante y fundamental del ser humano, no sólo esencial en el orden teórico, sino absolutamente necesaria para su subsistencia y desarrollo. Parto de la idea de que el ser humano es constitutivamente frágil y que, como consecuencia de su indigencia ontológica, requiere ser cuidado desde el momento mismo de su génesis hasta el momento final, pues sólo así puede desarrollar sus potencialidades.
En este sentido, el ejercicio de cuidar no es concebido como un verbo adyacente a la condición humana, sino como uno de los verbos esenciales que, inevitablemente, todo ser humano debe conjugar para llegar a ser lo que está llamado a ser. Pero «cuidarse» no significa todavía «cuidar» de los otros. En el primer caso, la referencia es el autós, el sí mismo; mientras que en el segundo caso, la referencia es el alter, y, en este segundo sentido, el cuidar se convierte en una práctica trascendente, porque se abre a la perspectiva del otro, del sujeto que está más allá de los contornos de mi personalidad.
De lo dicho se deduce que no concibo el cuidar como una actividad tangencial o accidental, o como un verbo que se desarrolla exclusivamente en los ámbitos de la atención sanitaria estrictamente considerada, sino como una actividad constitutiva del ser humano. El ser humano también puede ser definido como el ser que requiere ser cuidado para seguir siendo lo que es; como el ser que sólo si es cuidado puede llegar a desarrollar sus potencialidades.
En este sentido, el texto que sigue pretende ser una aportación de índole filosófica y de carácter inevitablemente sintético sobre esta cuestión, aunque espero no sea reiterativo respecto de lo que ya he expresado en los textos mencionados.


Primera tesis:
Cuidar es velar por la autonomía del otro

Cuidar del otro significa, ante todo, velar por su autonomía, esto es, por su ley propia. El ejercicio de cuidar no debe ser interpretado como una forma de colonización del otro, y menos aún como un modo de vulnerar la ley propia del otro, sino todo lo contrario. Cuando uno se dispone a cuidar correctamente del otro, trata de hacer todo lo posible para que ese otro pueda vivir y expresarse conforme a su ley, aunque esta ley no coincida necesariamente con la del cuidador.
El respeto a las decisiones libres y responsables del otro es fundamental en el ejercicio del cuidar, y ello implica una escrupulosa atención al principio de autonomía. Sin embargo, el sujeto cuidador tampoco debe convertirse en puro sujeto pasivo y neutro que se limita a satisfacer necesidades del sujeto cuidado, sino que, en tanto que ser humano, también tiene derecho a actuar conforme a su ley, a obrar autónomamente.
En el caso de un conflicto de voluntades, se impone la necesidad de diálogo y de consenso, la práctica de la confianza y una cierta elasticidad, priorizando, en cualquier caso, la decisión libre y responsable del sujeto enfermo. El respeto a la autonomía del otro no debe ser una excusa para la dejadez y la indiferencia; pero la firme voluntad de hacerle un bien tampoco deber convertirse en argumento para vulnerar sus decisiones libres y responsables. Cuidar del otro es una exigencia moral, pero el modo en que se articula esta exigencia debe respetar, siempre y en cualquier circunstancia, el derecho a la libertad de expresión, de pensamiento y de creencias de la persona cuidada.
El cuidar no es una práctica judicial, sino una práctica de acompañamiento. El cuidado no tiene como objetivo conducir al sujeto cuidado a sus horizontes, sino ayudarle a llegar adonde él quiere llegar. Con todo, el cuidador no es un sujeto puramente pasivo, sino que, en tanto que ser racional, puede exponer su punto de vista sobre dicho horizonte, pero no puede, sin más, arrastrar al sujeto cuidado a su horizonte personal.


Segunda tesis:
Cuidar es velar por la circunstancia del otro

Cuidar del otro significa velar por su circunstancia. La circunstancia no es un elemento accidental en la configuración de la persona, sino un factor determinante para comprender por qué actúa como actúa. La circunstancia no se refiere únicamente al conjunto de factores sociales y económicos que rodean una existencia humana, sino también al ambiente espiritual, a los valores, creencias e ideales que subsisten en un determinado contexto y que influyen en el proceso de realización de la persona.
El sujeto enfermo se halla ubicado en un contexto material que tiene unas determinadas características y que, según cuál sea, influye de un modo determinante en la ya de por sí precaria autonomía del sujeto cuidado. No se puede cuidar al otro si no se sumerge uno en su circunstancia y comprende las claves de su contexto, tanto en el plano tangible como en el plano de lo intangible.


Tercera tesis:
Cuidar es resolver el cuerpo de necesidades del otro

Cuidar de alguien significa tratar de resolver sus necesidades. El ser humano, en tanto que ser indigente, es un cuerpo de necesidades de índole muy distinta. En el proceso de cuidar se alivian las necesidades que experimenta el ser humano, pero no sólo las de orden físico, sino también las de orden psicológico, social y espiritual.
No es pertinente desarrollar en este espacio un cuerpo o pirámide de las necesidades humanas. Simone Weil2 y Martha Nussbaum desarrollan esquemas muy completos y muy reales que pueden ser un referente en la práctica del cuidar. En ambos casos, el cuidar es una actividad que no se limita a paliar las carencias tangibles del ser humano, sino también las carencias intangibles o enfermedades del alma.
Sólo es posible resolver el cuerpo de necesidades del otro si se dan dos premisas. Primera: la capacidad de escucha o, mejor dicho, de recepción del otro. Segunda: la competencia profesional para resolver dichas necesidades. Pueden fallar ambas. Sólo el que es receptivo al otro puede descifrar, a través de la expresión verbal y gestual del paciente, lo que éste necesita; pero sólo el sujeto competente puede resolver esas necesidades que siente el otro. Ambas características deben darse en el cuidador modélico, puesto que podría haber competencia técnica, pero no haber competencia ética; y viceversa.
En el fondo, cuidar no consiste sólo en resolver las necesidades del otro, sino en darle herramientas para que él mismo sea capaz de resolverlas por sí mismo sin necesidad de un cuidador. En el fondo, se trata de buscar la autonomía en la resolución de necesidades. Algunas necesidades se podrían evitar si el sujeto tuviera otro estilo de vida. Cuidar de alguien significa educarlo para que viva un estilo de vida más saludable, menos sensible a la incertidumbre y a la enfermedad. También consiste en ayudarle a asumir aquellas necesidades que de ningún modo pueden ser subsanadas y que acaban formando parte de su misma identidad personal.
Sólo es posible cuidar si se dan dos condiciones fundamentales. Primera: un sujeto dispuesto a cuidar de otro; y, segunda: un sujeto dispuesto a ser cuidado por el primero. Podría fallar la primera premisa, y no habría acto de cuidar; podría fallar la segunda premisa, y tampoco podría decirse que existe el cuidar; pero también podrían fallar las dos premisas simultáneamente, y en todos estos casos no se podría articular correctamente la función del cuidar.
El deseo de cuidar del otro es una especie de impulso altruista que emerge de dentro de la persona y que la abre a la perspectiva del otro. Este movimiento hacia fuera, de superación del propio solipsismo, es, en esencia, la experiencia ética. Pero sólo es posible culminar este proceso del cuidar si el destinatario es consciente de que debe ser cuidado, si se sabe frágil y reconoce en el cuidador cierta capacidad de sanar. Si fallan estos implícitos, el ejercicio de cuidar se convierte en una tarea quimérica.
Esta apertura al otro es lo que revela que el ser humano es, ante todo, un sujeto ético. La preocupación por el cuidado del otro y no sólo por el propio cuidado es una forma de superación del egocentrismo y la cerrazón en el propio mundo. Lo expresa Emmanuel Lévinas de este modo: «En la relación ética, el otro se presenta como absolutamente otro, pero, a la vez, esta alteridad radical con respecto a mí no destruye ni niega mi libertad, como creen los filósofos»3. Y añade en otro lugar: «La intuición moral fundamental consiste, probablemente, en darse cuenta de que yo no soy igual que el otro; y esto en un sentido muy estricto: yo me siento obligado con respecto al otro y, por consiguiente, soy infinitamente más exigente con respecto a mí mismo que con respecto a los demás»4.


Cuarta tesis:
Cuidar es preocuparse y ocuparse del otro

En el acto de cuidar es fundamental la práctica de la anticipación. El ser humano, en tanto que animal histórico, es capaz de anticipar situaciones que todavía no vive. Esta capacidad de anticipación es, naturalmente, vulnerable, lo que significa que puede equivocarse y predecir algo que, finalmente, no va a ocurrir. Pero cuidar sólo es posible si uno imagina qué puede pasar en el futuro y qué necesidades se van a manifestar. Sólo así es posible responder con compromiso y seriedad a dichas necesidades y evitar males mayores.
Ocuparse con anticipación de lo que probablemente va a ocurrir es una posibilidad humana que exige una cierta capacidad de pensamiento con proyección de futuro. En determinados contextos precarios, donde la realidad supera las expectativas y donde lo urgente y coyuntural aniquila cualquier previsión, la única salida posible es ocuparse del enfermo. Sin embargo, cuando un sistema o institución anticipa las necesidades de la población con suficiente tiempo y precisión, tiene mejores mecanismos para enfrentarse a los desafíos de futuro, evitando males mayores.


Quinta tesis:
Cuidar es preservar la identidad del otro

Cuidar de alguien es cuidar de un sujeto de derechos, de un ser singular en la historia que tiene una identidad esculpida a lo largo del tiempo y que el cuidador debe saber respetar y promover en la medida de sus posibilidades. El enfermo es un sujeto de derecho, un ser dotado de una dignidad intrínseca. Por causa de su patología, sufre una reducción de sus capacidades y de sus posibilidades de expresión, movimiento y comunicación; pero, aun así, es una persona humana y, en cuanto tal, su dignidad es intangible.
Cuidar de otro ser es velar por su identidad. Cuando el cuidar es un modo de suplir al otro o de colonizar su identidad, no puede denominarse «cuidado» en sentido estricto, porque niega el ser del otro, y ello contradice la misma esencia del cuidar. Cuando una madre cuida de su hijo, lo que desea es que llegue a ser lo que está llamado a ser; y para que esto sea posible sabe que es esencial la protección, la alimentación, la estima y el cuidado. No se trata de proyectar en él los pensamientos, ideales y creencias que uno tiene para sí, sino de ayudar al otro a ser auténticamente él mismo, a superar las múltiples formas de alienación y subordinación que presenta la cultura contemporánea.
La práctica del cuidar es radicalmente distinta según que se dirija a sujetos o a objetos. El objeto es pasivo, neutro y cósico, mientras que el sujeto es un ser dotado de dignidad, abierto a la libertad y celoso de su intimidad. El sujeto tiene rostro, es un ente singular en la historia, un proyecto único en el mundo. Es, en definitiva, una realidad que no se deja conceptualizar, no se deja agarrar, porque es, en esencia, inabarcable.
Emmanuel Lévinas lo expresa nítidamente en Difícil libertad: «El rostro no es el conjunto formado por una nariz, una frente, unos ojos... Es todo eso, ciertamente; pero todo ello adquiere la significación de rostro por la nueva dimensión que abre en la percepción de un ser. Por el rostro, el ser no está únicamente encerrado en su forma y ofrecido a la mano; está abierto, se instala en profundidad y, en esta apertura, se presenta, de algún modo, personalmente. El rostro es un modo irreductible según el cual el ser puede presentarse en su identidad. A la cosa se aplica la violencia. Ésta dispone de la cosa, la aprehende. Las cosas son aquello que nunca se presenta personalmente y que, a fin de cuentas, no tiene identidad. Las cosas se dejan asir, en lugar de ofrecer un rostro. Son seres sin rostro»5.
Esta notable diferencia entre sujeto y objeto tiene efectos evidentes en el acto de cuidar. Cuidar de objetos y cuidar de personas son tareas que tienen un cierto grado de analogía, pero que jamás pueden ponerse en un plano de igualdad.


Sexta tesis:
La práctica del cuidar exige el auto-cuidado

Sólo es posible cuidar correctamente del otro si el agente que cuida se siente debidamente cuidado. El auto-cuidado es la condición de posibilidad del cuidado del otro.
La apertura al héteros sólo es posible cuando el autós tiene un cierto equilibrio emocional y mental; de otro modo, tal apertura no obedece a la voluntad de dar, sino al deseo de resolver carencias y necesidades que el cuidador padece. El acto de cuidar se convierte, entonces, en un proceso de proyección e incluso de instrumentalización. Cuidar es dar apoyo, acompañar, dar protagonismo al otro, transmitir consuelo, serenidad y paz; pero ello sólo es posible si el que se dispone a desarrollar dicha tarea goza de una cierta tranquilidad espiritual.
Muy frecuentemente perdemos de vista que el cuidador también es un sujeto humano y que, en cuanto tal, es vulnerable y debe protegerse y cuidar de sí mismo para poder desarrollar correctamente su labor en la sociedad.
El auto-cuidado es, ante todo, una responsabilidad del cuidador. Debe velar por su cuerpo y por su alma, por su equilibrio emocional y por la salud de su vida mental. Pero el cuidado del profesional no sólo es una exigencia para el profesional, sino también para la institución y para el sistema. Las instituciones inteligentes tienen cuidado de sus profesionales de ayuda, porque se sabe que el profesional es la fuerza motriz de la organización y que, cuando éste falla o se quiebra, la institución entra en crisis. De ahí la necesidad de proteger, cuidar y velar por la salud física, psíquica, social y espiritual del agente cuidador.
El sistema donde se ubican las instituciones de cura también debe tener cuidado de las mismas, porque las instituciones, en la medida en que son organizaciones humanas, no son ajenas a la erosión y al desgaste, sino todo lo contrario; lo que significa que deben ser cuidadas y atendidas correctamente para que el sistema sanitario cumpla correctamente con la función que tiene encomendada en la sociedad.


Séptima tesis:
La práctica del cuidar se fundamenta en la vulnerabilidad

La vulnerabilidad constitutiva del ser humano es, a la par, la condición de posibilidad del cuidado, pero también el límite insuperable del cuidar. Si los seres humanos fuésemos dioses, no necesitaríamos ser cuidados, puesto que no padeceríamos necesidad alguna, pero no es ésta nuestra situación en la existencia. Somos vulnerables desde un punto de vista ontológico, y sólo si nos cuidamos podemos permanecer en el ser. Por ello, la vulnerabilidad es la fuerza motriz del cuidar, la causa indirecta de dicha actividad; pero precisamente porque somos vulnerables, nuestra capacidad de curar y de cuidar no es ilimitada, sino que tiene unos contornos que debemos conocer.
No podemos curar todas las enfermedades, aunque sí podemos liberarnos de algunas que en el pasado eran mortales y que en el presente, gracias al desarrollo exponencial de la ciencia médica, ya no lo son. Pero tenemos otras enfermedades que nos superan y que esperamos poder subsanar en algún momento. No siempre cuidamos como querríamos a nuestros enfermos, porque existen límites de carácter infraestructural, organizativo, de recursos humanos y de disponibilidades personales.
Un último elemento clave: la práctica del cuidar exige ineludiblemente un cierto vínculo empático entre el sujeto que cuida y el sujeto cuidado. Edith Stein concibe la empatía como el acto a través del cual la realidad del otro se transforma en elemento de la experiencia más íntima del yo6. Consiste en darse cuenta, en observar y en percibir la alteridad; supone la percepción de la existencia y la experiencia del otro. A pesar de esta apropiación, se debe indicar que, como dice Edith Stein, esa experiencia del otro que yo interiorizo respeta su experiencia como originaria. No significa alegrarse o entristecerse porque el otro esté alegre o triste, sino ser capaz de vivir su alegría o su tristeza en él. A través de la empatía, se produce una relación con el mundo objetivo, esto es, con el mundo que está más allá del yo.
Según la filósofa judía, la empatía es el fundamento de todos los actos cognoscitivos (sean de carácter emotivo o volitivo, de juicio o narrativo...), pues gracias a este proceso se puede captar la vida psíquico-espiritual del otro. De hecho, la empatía es el fundamento de la comunicación de experiencia entre sujetos.
La auténtica empatía, pues, no busca desencarnar la experiencia del otro, sino que busca vivirla en su lugar original, es decir, en el otro; adquiriendo la realidad del sentir del otro. No es extraño, por tanto, que Edith Stein, en su estudio de la empatía, llegase a la conclusión de que el ser humano es un ser trascendente, es decir, un ser que no se agota en su materialidad, sino que posee una espiritualidad que le hace capaz de entrar en comunicación más allá de los límites sensoriales-materiales. La empatía se convierte, de este modo, en el fundamento de la comunidad humana, de una auténtica comunidad donde los miembros que la constituyen no son simples objetos, sino sujetos de experiencia que tienen capacidad de entrar recíprocamente en comunión sin perder su identidad.
El contenido de la experiencia empática no me pertenece: es la alegría o el dolor del otro, que sin embargo siento y vivo en mi interioridad. Hago experiencia interior de una experiencia que, después de todo, no es mía, no me pertenece en cuanto tal, pero que vivo como si fuera mía. En este sentido, empatizar significa alargar los horizontes de la experiencia del yo hacia los horizontes del otro, consiste en salir del propio yo cerrado para adentrarse en el mundo de la alteridad trascendente, sabiendo que la distinción entre yo y el otro no desaparece, no se disuelve en la nada. Es, por tanto, la capacidad de trascendencia, es decir, de salir del propio yo (Hinausgehen) para ir al yo del otro.
La empatía, tal como la concibe la autora de Ser finito y ser eterno, es la posibilidad de enriquecer la propia experiencia. La vivencia del otro es aquello que, por lo general, está más allá de nosotros, y puede ser algo que ni hemos vivido y que quizá nunca tendremos la posibilidad de experimentar. Adentrarse en la experiencia del otro significaría, entonces, adentrarse en lo que nos lleva más allá de nosotros mismos; implica superar los márgenes del propio mundo interior. Y ello me lleva a enriquecer la propia imagen del mundo.
La empatía es, pues, una forma de co-sentir o de sentir con el otro, de tal modo que trasciende la mera simpatía. Se puede entender la empatía como una energía de unión con el otro y, en este sentido, es apertura hacia la amistad con el otro. A través de la empatía se hace posible la apertura amorosa en cuanto capacidad de hacer presente lo que siente o vive el otro. Empatizar implica en el sujeto la aceptación o voluntad de salir de sí para encontrar y afrontar incluso una posible desproporción con el otro. De tal modo que la empatía, además de fuente de conocimiento del otro, es también fundamento para el conocimiento personal. Viendo al otro, descubro al mismo tiempo lo que yo no soy.


Síntesis final

El ejercicio de cuidar, que, más allá de su carácter prosaico y cotidiano, resulta fundamental para la subsistencia del género humano, exige:
1. El escrupuloso respeto de la autonomía del otro.
2. El conocimiento y la comprensión de la circunstancia del sujeto cuidado.
3. El análisis de sus necesidades.
4. La capacidad de anticipación.
5. El respeto y promoción de la identidad del sujeto cuidado.
6. El auto-cuidado como garantía de un cuidado correcto.
7. La vinculación empática con la vulnerabilidad del otro.
* Profesor Titular de la Universidad Ramón Llull. Investigador del Institut Borja de Bioética. Barcelona. .
1. Cf. «Dilemas éticos del cuidado familiar al deficiente mental», en (J. Gafo [ed.]) Familia y deficiencia mental, Upco, Madrid 2001, pp. 251-273; «El arte del cuidar», en Bioètica & Debat 14 (1998) 8-10; «Lo ineludiblemente humano. Hacia una fundamentación de la ética del cuidar», en Labor Hospitalaria 253 (1999) 125-188; «Ética y estética de los cuidados paliativos», en Medicina Paliativa 6/4 (1999) 159-163; «Constructos éticos del cuidar», en Enfermería Intensiva 11/3 (2000) 136-141; «Cuidado», en (J.G. Férez – F.J. Alarcos) Humanización de la salud, Verbo Divino, Madrid 2000, pp. 229-265.
2. Desarrollé y comenté su esquema de necesidades humanas en Antropología del cuidar, Mapfre-Medicina, Barcelona 1998.
3. E. Lévinas, Difícil libertad, Caparrós Editores, Madrid 2004, p. 37.
4. Ibidem.
5. Ibid., p. 25.
6. Cf. E. Stein, Sobre el problema de la empatía, Trotta, Madrid 2003.

miércoles, octubre 11, 2006

Mors/mrtáh/(brotós)/muerte

Mors/mrtáh/(brotós)/muerte. Por Pablo Egaña
ObservatorioDigital.netServicio de Observación sobre Internet. RIIAL. Boletín semanal Nº 370. Del 9 al 15 de octubre 2006

Lo que se nos viene al final de nuestros días produce sentimientos y pensamientos muy contradictorios. A veces causa repulsión. Enfrentar la muerte conlleva implicancias humanas, sociales y psicológicas. Es un tema que da para una buena conversación, café y galletas. Puede tratarse seriamente o con liviandad, pero siempre da pie a conversación y sentimientos.
La biología, la psicología, el estudio de las religiones, la antropología, son algunas de las disciplinas que entre sus materias tratan de dilucidar, entender y –¿por qué no decirlo?- retardar la no existencia. La muerte es una contraposición a la vida, el término biológico del ser. Las costumbres que se asocian a la misma vienen ya desde las cavernas, giran entorno a religiosidades, costumbres... Ritos y entierros han estado siempre presentes, no en vano el estudio de las civilizaciones está muy unido a los vestigios encontrados cerca de los sedimentos mortuorios y dan cientos de datos acerca de costumbres y cosmología porque la muerte, enlaza siempre al ser humano con el más allá.
No se piensa en ella
Los ataúdes, la cremación, las ceremonias, lugares de entierro tienen toda una industria montada en torno, una vitalidad económica que dejamos, justamente, para el momento final y cae, muchas veces de sorpresa, junto con la pena y la despedida.
Nos preparamos poco para ese momento, a pesar de ser la única certeza al nacer. Nos escabullimos del pensamiento “muerte” tanto como podemos. Ni decir, hablar de manera realista del tema, darle normalidad. Rápidamente sale el “morbo”, el miedo, los fantasmas. La vida cobra sentido, no obstante ello, a la luz de su fin. Cuando el ser humano se plantea las “grandes preguntas” se plantea el sentido. Somos algo contenido entre el primer y el último momento, ese ser, tiene sentido. Los existencialistas dieron muchas vueltas a este tema, para ellos la respuesta era, precisamente el sinsentido. El sentido común invita, no obstante, a gozar la vida, pero ... tomar conciencia es otra cosa. Para ello hay que enfrentarse al límite. Saberse y reconocerse mortal, una práctica cotidiana de ello es tomar conciencia del descanso, del dormir, así como de todo lo que no puedo controlar porque tengo limites.
Emoción, sentimiento
El duelo, las pérdidas... están llenas de emociones, ¡hay las emociones!, no se puede evitar sentir, de hecho duele y hay que vivir el duelo. Entristece la muerte, la personal y la de los seres queridos, remueve el espíritu muy, pero muy desagradablemente. Se plantea incluso como expresión de egoísmo último el privar a los demás de uno mismo, el suicidio, tan reprochable, moralmente inaceptable y legalmente regulado. Negar una emoción es otra manera de no enfrentar el límite, es negar el cuerpo, lo que en él sucede. Emociones que nos invitan a profundizar también y a hacer procesos y cumplir etapas.
Como es sabido, los gladiadores saludaban al César en el circo romano con el lema "Morituri te salutant", “los que van a morir te saludan”, claramente una expresión de derrota, que quizá los hacía menos que esclavos, juguetes para la muerte, pero la expresión los hacía concientes. Expresar, llorar, hablar del tema... ¿cuántas maneras de morir cotidianamente que no hacemos concientes?.
Enfrentar la muerte o aceptarla es una cuestión compleja, debate de ciencia y religiones, ¿cuestión lejana?, jamás. Tiene un componente ético incorporado, nos enfrentamos a ella en lo cotidiano, en el otro, sólo que para no vernos sobrepasados sectorizamos su influencia o evadimos esa consecuencia. A veces hablamos y pensamos en pobreza, guerras, contaminación pero no desde dentro, no desde la condición “mugiente” que todos compartimos. Hacemos nuestra vida sin pensar en ella, las arenas del tiempo se han de detener, miedo, paz o fiesta, lo que sintamos al final, sólo depende de nuestra preparación y nuestra conciencia, sólo al ocurrir sabremos.

ENDULZANDO EL DOLOR

Carolina desde Chile o Argentina nos envía esta entrada

ENDULZANDO EL DOLOR

Si buscas razones en el duelo,
encontrarás, sólo tristezas,
por respuestas.

Si entregas corazones en las despedidas,
encontrarás,
sosiegos en tus razones.

Si pones brillo y gloria,
en los recuerdos.
Razones y sosiegos,
estrecharán sus manos...
Y, te darán descanso.


Elena Cereceda Moreno
Santiago de Chile, 2005

lunes, septiembre 25, 2006

Miedo

Os envio esto que me ha parecido interesante.


Saludos.





TRIBUNA: MEDICINA HUMANÍSTICA ALBERT J. JOVELL
> Miedo
> ALBERT J. JOVELL
> EL PAÍS - 19-09-2006
>
> Hay pacientes en quimioterapia que ven su enfermedad en la cara
> que ponen los demás
> Siendo el miedo un síntoma presente en los enfermos, nunca se
> pregunta por él
> Es un tema del que no se habla o se habla poco, pero es un
> síntoma que existe y que padecen, en mayor o menor grado, todos
> los enfermos. Los tratados de medicina suelen ignorarlo.
> Difícilmente se lee que una enfermedad produce miedo. En cambio,
> sí se lee que puede producir dolor, limitación de la movilidad o
> delirio, entre otros síntomas y signos con los que la medicina
> se siente más cómoda y útil. No hay una lección médica que se
> titule Prevención, diagnóstico y tratamiento del miedo. Sin
> embargo, el miedo, hermano del sufrimiento, es un síntoma muy
> frecuente.
> No sólo lo padecen los enfermos, sino también sus familiares.
> Según la enfermedad, el miedo se puede manifestar de diferentes
> formas: miedo a empeorar, miedo al dolor o miedo a la muerte,
> entre otros miedos. Lo sorprendente o no del miedo es que,
> siendo un síntoma presente en todos los enfermos, nunca se
> pregunta por él. Posiblemente sea debido a que el miedo es un
> síntoma que afecta a los enfermos y no a la enfermedad. Y de
> enfermedades, afortunadamente cada vez sabemos más, aunque quizá
> de enfermos empecemos a saber menos. También existe el miedo al
> miedo, pero ése es otro tema.
>
> El miedo existe aunque el enfermo intente controlarlo. Cuando
> uno se olvida de él, los demás te lo recuerdan. Hay pacientes en
> quimioterapia que contemplan su enfermedad viendo las caras con
> las que les miran los demás. La mirada del otro se convierte en
> el espejo donde te miras. Es la mirada del miedo. También se
> nota en las ausencias deliberadas. Se conoce como el síndrome de
> la fatalidad. La contemplación de la desgracia ajena te recuerda
> que nadie está libre de enfermar y, eso, incomoda.
>
> Una vez que empieza la enfermedad nunca se acaba o, mejor dicho,
> sólo se acaba con la muerte. El principal riesgo para morir es
> estar vivo. El miedo se asocia a la soledad y a la
> incertidumbre, como bien describe el premio Nobel de literatura
> y prisionero del campo de concentración de Auschwitz, Imre
> Kertész, en su libro Yo, otro al narrar el miedo que sufrió en
> lo que llama el "Laboratorio del TAC". "Todas las situaciones
> modernas riman con Auschwitz", escribió Kertész y determinadas
> pruebas diagnósticas y tratamientos son situaciones modernas.
> Dentro de una resonancia magnética la cabeza va muy deprisa o no
> va. Y de las biografías de los prisioneros en los campos de
> concentración nos llegan los primeros tratamientos para paliar
> el miedo. Viktor Frankl, psiquiatra y prisionero nazi, habla de
> la "logoterapia", o el encontrar sentido a la vida, como una
> estrategia de supervivencia que permite la convivencia pacífica
> con el miedo y el desasosiego. El miedo no se erradica, se
> aprende a convivir con él. A todo ello se ha referido también el
> profesor Ramón Bayés en sus artículos en EL PAÍS cuando habla de
> la necesidad de tener esperanza y de los efectos positivos que
> ésta tiene sobre la salud. También habla de los efectos
> perniciosos de la espera, uno de los principales factores
> productores de miedo.
>
> Difícilmente se podrá considerar que nuestra sociedad progresa
> si no es capaz de paliar el miedo y el sufrimiento de los
> enfermos y sus familiares. Quizá sería exagerado crear "unidades
> de tratamiento del miedo" como ya tenemos "unidades de
> tratamiento del dolor", en nuestros centros de salud, pero el
> miedo se tendría que considerar como lo que es: un problema de salud.
>
> También sería de agradecer que la sociedad reflexionara sobre el
> papel dañino del miedo y la necesidad de ofrecer compasión y
> esperanza para aliviarlo. Es esa compasión que el premio Nobel
> de Literatura J. M. Coetzee define en Elizabeth Costello como
> "el hecho de compartir el ser ajeno". Esa capacidad compasiva
> que, con el paso de los años, uno tiene la impresión de que se
> ha ido perdiendo en nuestra sociedad. A ello contribuye el hecho
> de que la medicina y los seres humanos se sientan más cómodos en
> lo que en Elizabeth Costello se definía como "la huida hacia el
> futuro", es decir, hacia esa posición cómoda y distante que
> busca soluciones científicas para las enfermedades ignorando a
> los enfermos. Es la comodidad de la distancia. Esta actitud
> queda reflejada en el comentario atribuible a un profesor de la
> Universidad de Harvard de que "los estudiantes eligen estudiar
> medicina en una clara vocación por atender a los enfermos y
> acaban la carrera con un firme propósito de tratar enfermedades".
>
> Dime qué y cómo enseñamos y evaluamos a nuestros profesionales y
> te explicaré qué obtenemos a cambio. Si además de interesarnos
> por una medicina efectiva, nos preocupamos por una medicina
> basada en la afectividad, quizá entendamos que más importante
> que curar es cuidar y confortar. Y la sociedad no puede ser
> indiferente al miedo. Esperanza, compasión, acompañamiento y
> empatía son formas clásicas de ejercer la medicina y de
> practicar las relaciones humanas que deberían enseñarse,
> aprenderse y evaluarse. Tarde o temprano, todos padecemos ese
> miedo que, como gas indoloro, te invade todo el cuerpo y, es en
> esos instantes, cuando uno mira con cierta perplejidad hasta que
> desaparecen en el recuerdo los tiempos en los que padecía la
> "soberbia del sano". Seamos todos pacientes por un día y quizá
> este artículo se entienda mejor.
>
> Albert J. Jovell es presidente del Foro Español de Pacientes y
> dirige la Biblioteca Josep Laporte.

viernes, septiembre 01, 2006

El hilo no está cortado

Gracias Alberto Melendez por esta nueva contribución al blog

EL HILO NO ESTÁ CORTADO
La muerte no es nada,
sólo he pasado a la otra orilla.
Vosotros sois vosotros, yo soy yo.
Lo que yo he sido para vosotros siempre lo seré...
Llamadme como siempre me habéis llamado; habladme como siempre lo habéis hecho; no uséis un tono diferente; no pongáis una cara solemne o triste.
Seguid riéndoos de lo que nos hacía reir juntos;
sonreid, pensad en mí.
Que mi nombre sea pronunciado en casa
coo siempre lo fue,
sin énfasis alguno, sin marca de sombra.
La vida significa todo lo que siemrpe ha sido;
el hilo no está cortado.
¿Por qué iba a estar fuera de vustro pensamiento, simplemente porque estoy fuera de vuestra vista?
No estoy muy lejos, sólo a la otra orilla del ´río.
Lo veis, todo está bien...

miércoles, agosto 16, 2006

Si me voy antes que vos - J. Roos

Helena nos manda esta canción:

Si me voy antes que vos
Si te dejo en estas tierras
No te asustes de la noche
Que en la noche vivo yo
Si me voy antes que vos
Si es así que está dispuesto
Quiero que tus noticias
Hablen del aire y del sol
Quiero que siempre recuerdes
Lo que dijimos un día
Que cada vez que te ries
Rio contigo mi amor
Y no te olvides de algo
Que se adivina en la vida
Y es que la vida misma
Es un milagro de amor
Si me voy antes que vos
Y visito tu silencio
No es para que estés triste
Ni para ver tu dolor
Quiero decirte mi amor
En estas torpes palabras
Que cada vez que llores
Lo sabrá mi corazón
Y no nos encontraremos
Pues siempre estuve a tu lado
Hacia donde y hasta cuando
Esas son cosas de Dios
Y no nos encontraremos
Pues siempre estuve a tu lado
Siempre aunque me vaya antes
Es un milagro de amor

Medicina Paliativa

MEDICINA PALIATIVA… MEDICINA SIN FRONTERAS

Todos conocemos la increíble labor que desempeñan los hombres y mujeres que forman la organización Médicos sin Fronteras (y otras similares), trabajando más allá de fronteras políticas, religiosas, sociales o económicas para lograr que todo ser humano, especialmente en las situaciones de catástrofe, tenga derecho y acceso a la salud. Aunque esto les suponga realizar un viaje a miles de kilómetros y asumir riesgos personales están dispuestos a poner sus capacidades técnicas y humanas al servicio de los que más lo necesitan.

Hoy el desarrollo tecnológico y científico aplicado a la medicina posibilita que seamos capaces, cada vez más, de llegar al diagnóstico de patologías que no podemos curar, pero que no provocan la muerte de un modo inmediato. Las personas afectadas por estas patologías peregrinan por el sistema sanitario - acompañados en el mejor de los casos por sus médicos de familia, muchas veces desbordados por la demanda asistencial – entre la casa, los servicios de urgencias y los ingresos en los hospitales de agudos.

Esta situación abre para la medicina unas nuevas fronteras ya no externas como las anteriores sino al interior de la profesión médica y de las relaciones de ésta con la sociedad. En la primera, quienes practican medicina deben colocarse ante la frontera entre la vida y la muerte junto a sus pacientes y cuando todo tratamiento curativo ya no es viable preguntarse si queda algo por hacer. En la segunda, la medicina, que asume el mandato de preservar la vida y conservar la salud – ese estado de máximo bienestar físico, psíquico, social y espiritual que propugna la OMS – debe ubicarse ante la frontera de la dignidad humana, cuando la vida humana está disminuida y preguntarse cómo seguir siendo en la sociedad actual fiel a sus principios. En este sentido la Sociedad Española de Cuidados Paliativos (SECPAL) en su Declaración sobre la eutanasia afirma: “...la filosofía de los cuidados paliativos no puede ser neutral a la hora de definir la dignidad del ser humano en su relación con la calidad de vida. Es por ello que defendemos la consideración de la dignidad del paciente en situación terminal como un valor independiente del deterioro de su calidad de vida. De lo contrario, estaríamos privando de dignidad y de valor a personas que padecen graves limitaciones o severos sufrimientos psicofísicos, y que justamente por ello precisan de especial atención y cuidado. Cuando en términos coloquiales se habla de unas condiciones de vida indignas, las que son indignas son las condiciones o comportamientos de quienes las consienten, pero no la vida del enfermo. Es en esta corriente de pensamiento solidario, poniendo la ciencia médica al servicio de los enfermos que ya no tienen curación, donde echa sus raíces y se desarrolla la tradición filosófica de los cuidados paliativos.”

En el marco de estas nuevas fronteras surge una nueva medicina sin fronteras, la Medicina Paliativa, con unos principios anclados en la más vieja tradición médica.

Llegar a estos nuevos territorios de frontera en un contexto de guerra fría entre la vida y la muerte implica emprender un viaje interior y asumir algunos riesgos para poner nuestras capacidades técnicas y humanas al servicio de las personas enfermas.

Una vez allí se hace necesaria la presencia de agentes de salud capaces de desarrollar dispositivos integradores, preventivos, asistenciales y rehabilitadores para las personas enfermas y sus familias con un enfoque interdisciplinar.

El viaje interior: “Cuando curar ya no es posible… aún queda mucho por hacer”

Tras seis años de estudios en la Facultad de Medicina y varios más de formación hospitalaria para una especialidad se concluye un primer estadio en la formación del médico bajo el paradigma de la curación como el objetivo casi exclusivo de su ejercicio profesional.

Es el recorrido posterior, la relación directa con las personas enfermas y sus familias, esa otra formación que la vida y la praxis nos van aportando la que cuestiona el paradigma bajo el cual fuimos formados y nos coloca frente a la experiencia de impotencia ante determinadas enfermedades y las miradas anhelantes del enfermo y su familia que esperan que cumplamos el objetivo de nuestro trabajo, aquello para lo que durante tantos años nos preparamos, la sociedad nos preparó, la curación de la enfermedad.

Esta experiencia descoloca al profesional, que tiene que empezar a asumir que la Medicina no es una ciencia o un arte que consiste única y exclusivamente en evitar que la gente se muera, sin embargo en no pocas ocasiones buscamos una solución fallida que podemos resumir en la frase “hicimos todo lo posible”, en un intento de aliviar nuestra propia experiencia de derrota ante la enfermedad y la muerte, en el hecho de que pusimos todos los conocimientos curativos a disposición de la persona enferma y aún así no fue posible curarla. Y después abandonamos la habitación del enfermo o la sala de reunión con la familia... ahora les toca a ellos elaborar el duelo, muchas veces antes de que la propia persona enferma muera.

Quienes hemos tenido y tenemos el privilegio de acercarnos a la vida de estas personas enfermas a quienes la medicina no puede curar nos ha tocado hacer un viaje interior para reconvertir el paradigma de la curación bajo el cual fuimos formados por una nueva convicción: cuando curar no es posible aún queda mucho por hacer. Esta convicción se asienta en una experiencia distinta que reconoce que el mundo no se divide entre personas enfermas y sus cuidadores. Sino que todos somos seres heridos que nos vamos acompañando en la vida y tenemos mucho que aportarnos mutuamente.

Este viaje interior nos coloca a nosotros mismos ante las preguntas últimas de nuestra vida y nos lleva allí donde anidan las certezas, pero también las inseguridades y los miedos. Reconciliarnos con esa parte de nuestro ser, para salir con una interioridad revitalizada será uno de los frutos de este viaje interior.

Para este viaje necesitamos un pequeño equipaje que nos ayude a no quedarnos por el camino y que Sheila Cassidy refiere en su libro “Compartir las tinieblas”: primero un sentido práctico fuertemente realista, que no se arredre ante el impacto de la desintegración de los cuerpos y las mentes humanas; segundo un enorme sentido del humor, porque la vida y la muerte constituyen una terrible tragicomedia y tercero una forma muy especial de sensibilidad: una vulnerabilidad al dolor ajeno que suele ser – aunque no siempre, resultado de una experiencia personal del sufrimiento.

Los riesgos de la frontera.

Vivir en la frontera puede ser una ocasión de aprender del intercambio cultural, de la vida de tantas personas que diariamente pasan por ella, pero en la frontera se asumen también riesgos, sobretodo si se trata de fronteras conflictivas.

En esta frontera del final de la vida los profesionales que optan por trabajar en ella deben ser conscientes del riesgo que asumen, pues esa conciencia será lo que permita el desarrollo de dispositivos orientados a su prevención.

Vivir en un permanente movimiento de salida de si y de contacto con el dolor y el sufrimiento de los otros nos pone frente al riesgo de quemarnos en la tarea. Durante unos años podemos tener la vana ilusión de que podemos con la tarea nosotros solos, que nosotros no nos vamos a “quemar”, quizás por la novedad o quizás viviendo de las rentas acumuladas en cursillos, talleres y seminarios sobre la materia que fueron un impulso para meternos en este campo... pero el día a día y su riqueza y crudeza terminan por imponerse y puede empezar a oler a quemado.

Por ello es fundamental desarrollar dispositivos preventivos, ahora que está tan de moda la “prevención de riesgos laborales”, algunas sugerencias:

- Conócete a ti mismo y no te auto engañes.
“Esto me afecta, pero ya estoy acostumbrado... yo puedo”. No se te pide que puedas con todo. Reconocer tus límites puede ser tan bueno para tus pacientes como aprovechar al máximo tus capacidades.

- Permítete llorar
Tu conoces por tu experiencia profesional el increíble poder sanador y liberador del llanto. Pero eso no es sólo algo bueno para los pacientes y sus familias, también es bueno para ti.

- Pide ayuda.
Aún no es tarde. Pero solo quizás no puedas. Tienes compañeros que te pueden ayudar.

- Trabaja en equipo
Acompañar en el final de la vida es una tarea de equipo, pues son muy diversas las tareas que hay que desarrollar. No cargues todo sobre ti.

- Vuelve a las fuentes de tu espiritualidad.
Las fuentes son aquello que alimenta y anima tu espíritu y que te llevó un día a hacer Medicina en la frontera.


Otro gran riesgo que asumimos al adentrarnos en el mundo de los cuidados paliativos y del que me temo pocos han logrado escapar es el riesgo de “engancharse”.
Y es que una vez que se ha entrado en esta experiencia y aunque a veces duela, se hace difícil renunciar a ella.
Para este riesgo no conozco otra medida preventiva que no sea el no acercarse y creo que para mi como para muchos otros ya es demasiado tarde.

Julio Gómez Cañedo
Médico Responsable Programa Asistencia Sociosanitaria Domiciliaria
Unidad de Cuidados Paliativos
Hospital San Juan de Dios, Santurce

martes, agosto 08, 2006

Sobre el cuidar

SOBRE EL CUIDAR

Hace ya tres años que comenzamos la aventura de salir a las casas a cuidar a las personas en el final de su vida y sus familias. Si algo hemos podido confirmar en este recorrido por más de 150 hogares es una frase del profesor Francesc Torralba, que apenas llegué al Hospital San Juan de Dios me citó el Dr. Jacinto Bátiz, con quien he tenido la suerte de acercarme al mundo de los cuidados paliativos:

“Existen enfermos incurables, pero no hay enfermos incuidables”.

Cuidar siempre ha quedado como una categoría inferior al “curar”. Para muchos médicos, todavía demasiados lo único importante es “curar”. Cuidar es una tarea secundaria y que por su puesto no les toca a ellos. Hemos aprendido mucho de nuestras compañeras las enfermeras y las auxiliares de enfermería. Día a día ponen todo su saber hacer técnico y profesional y toda su humanidad para el mejor cuidado de las personas enfermas.

Cuidar es saber estar.

A lo largo de estos años contemplando a las familias que cuidaban de sus seres queridos y desde la propia experiencia personal, uno de los aspectos que más he reflexionado es precisamente el “estar”. “Estar” entendido como “hacer acto de presencia” al lado del que está sufriendo.

Decía el Dr. Marcos Gómez Sancho en el pasado Congreso Nacional de la SECPAL que “el médico no acude a ver a su paciente para aliviar el sufrimiento, sino porque está sufriendo”. Esta misma frase refleja un cambio de actitud y explica a que me refiero con eso de “estar”, “hacer acto de presencia”.

En una película de hace algunos años el actor Nicolas Cage interpreta el papel de un paramédico de una UVI Movil de alguna gran ciudad norteamericana En plena crisis personal ante el hecho de no haber podido salvar la vida de una adolescente que ha muerto por sobre dosis resume en una frase el proceso interno que se está operando en él: “He descubierto que lo nuestro no es salvar vidas, sino hacer acto de presencia ante el sufrimiento de la gente, ser pañuelo de lágrimas”.

Para cuidar hay que “estar”. Unas veces habrá que hacer muchas cosas, pero la mayor parte de las veces todo lo que hay que hacer –y no es poco – es “estar”.

Estar con todos los sentidos dispuestos, para que no se escape nada. Estar como la madre de Jon Ander, que entendía hasta el más mínimo gesto de su hijo afecto de un tumor cerebral. O como la madre de Manolo que no quiere renunciar a estar junto a su hijo en estado vegetativo persistente y así lo hace día tras día. Para ellas como para tantos otros Cuidar es saber estar

Cuidar es saber reír

¿Se puede reír en medio del dolor y del sufrimiento? Si, por supuesto que si.

Matías, mi compañero de trabajo en el programa domiciliario, y yo somos unos privilegiados al haber sido testigos de las risas de pacientes y sus cuidadores. Cuando todo puede parecer que llama a la tristeza: enfermedad, discapacidad, proximidad de la muerte… estas personas no han enseñado que la tarea de cuidar necesita también saber reír. Hemos reído junto a María que llama al bote de alimentación enteral de su hijo el “botellón”.

A través de la risa hemos sido testigos del alivio del sufrimiento, mejor que con cualquier otra droga milagrosa. La risa ha dado la paz que faltaba en un momento de angustia.

Cuidar es saber llorar

Pero ¡ojo. Cuidar también es saber llorar. Llorar nos da la fuerza que necesitamos para seguir la tarea de cuidar. Si no lloramos, si no nos ponemos en contacto con los sentimientos que afloran de nuestro interior, la energía se va consumiendo, las fuerzas van fallando y sobreviene el agotamiento y la claudicación. Dice Jorgos Canacakis: “las lágrimas no lloradas vagan por el cuerpo”. Y salen por donde menos uno lo espera, añadiría yo.

Lágrimas de impotencia ante el hecho inevitable de la muerte inminente cuando en la cocina de su casa explicaba a la familia de Laura que su madre se moría. Lágrimas que afloran como oración – protesta a Dios: “¿Qué ha hecho de malo mi hijo para merecer esto?”. Lágrimas que reflejan la soledad del hombre de 87 años cuando acaba de fallecer su esposa y sentados en la sala de su casa me aprieta la mano…

Lágrimas que se nos contagian a los que acudimos a cuidar y que paradójicamente nos hacen más fuertes y nos confirman en la tarea asumida. “Y si las lágrimas vuelven ellas me harán más fuerte”. (Luz Casal)

Cuidar es saber descansar.

Para poder cuidar hay que saber descansar. Cuántas veces antes de salir de un domicilio la principal receta que hacemos es que el cuidador descanse. Y qué difícil es descansar cuando tu ser querido está enfermo o sufriendo en la habitación contigua (o en tu misma habitación). La hija de Maria Dolores nos dice que ahora ha aprendido que necesita tiempo para ella. Y nosotros le hacemos una fiesta cuando hemos ido a su casa un día y hay otra persona cuidando a su madre porque ella se ha ido unos días de camping con su marido. La esposa de Tomás al principio no salía de casa ni a comprar, pedía que sus hijos le trajeran la compra. Hoy ella tiene su paseo diario, su encuentro con las amigas. Todos regresan luego a casa. Seguirán cuidando a sus seres queridos, porque han aprendido a descansar.

Cuidar es saber compartir.

Entre las cinco hijas cuidaban a turnos a su padre afecto de un accidente cerebro vascular que le había postrado en una cama y no podía hablar. No mucho tiempo después su madre enfermaría de cáncer y moriría en la habitación junto a su marido. Compartieron salud y enfermedad y la compartieron hasta el final. Pero esta misma familia nos sorprendió una mañana de Navidad cuando al ir verles nos contaron que habían tenido para la cena de noche Buena un invitado especial. Se trataba de un indigente que solía dormir en la calle, cerca de su casa. La enfermedad de sus padres no fue obstáculo para que estas cuidadoras invitaran a su mesa, a compartir su cena, a aquel mendigo. Ellas nos decían al día siguiente, con satisfacción y alegría: ¡Cómo comía! Y ¡Qué contento se le veía!.

Cuidar es una escuela para compartir y compartiendo aprendemos a cuidar.

Cuidar es saber permanecer.

Uno de los aspectos que más llama la atención en esto del cuidar es que muchos de los cuidadores que hemos conocido llevan años haciéndolo. A veces es una tarea breve, pues la enfermedad es muy agresiva y acaba pronto con la vida de la persona enferma, pero otras son muchos años de estar al lado, de pasar crisis, de sentir el temor a que sea ya el final. Cuidar es en muchos casos saber permanecer día a día, noche tras noche en medio de la incertidumbre de un desenlace que no tiene fecha. Pienso en Bibi que lleva 18 años cuidando a su esposo afecto de Alzheimer, en María cuidando a su ama durante más de 8 años, después de haber cuidado a su padre antes. Y ahí están. No faltan risas, ni llantos, momentos de descanso y de crisis. Pero permanecen. Son toda una escuela de fidelidad. Y nosotros afortunados de ser testigos de estas historias.

Dr. Julio Gómez
Equipo Atención Domiciliaria Cuidados Paliativos
Hospital San Juan de Dios, Santurce

31 de Julio de 2006, festividad de San Ignacio

AMAR HASTA QUE DUELA

  En memoria de la señora Luz María que me pagaba la consulta médica con 2 huevitos de gallina. Dar de lo que necesito. Dar sin medida, s...